septiembre 24, 2024
“No abordar la violencia contra las mujeres como un problema público es una decisión política”

En el último año se han registrado 630 feminicidios en Colombia, una cifra alarmante que, según la fiscal General Luz Adriana Camargo, pone de manifiesto la gravedad de este problema a nivel nacional.
Propuestas como crear una jurisdicción especial para mujeres han sonado como una opción para mejorar el acceso a la justicia y la efectividad en estos casos, pero hay causas de base que se expresan de manera diferente en las regiones y que agudizan estas formas de violencia.
La Silla Académica entrevistó a Lina Buchely, abogada y magíster en sociología del derecho, así como doctora en Derecho y Género por la Universidad de los Andes. Actualmente, directora del Observatorio de Equidad para las Mujeres (OEM) de la Universidad ICESI y la Fundación WWB Colombia, organización aliada de La Silla Vacía.
Esta entrevista se realizó sobre la base del artículo de autoría de Buchely “Gender-based violence: Statistical data for four Colombian municipalities” y la editorial realizada para el volumen 14 de la revista Papel de Colgadura de la Universidad Icesi.
La Silla Académica. ¿A qué se debe el aumento de los feminicidios en el país y el recrudecimiento de la violencia contra las mujeres?
Lina Buchely Ibarra. Los patrones generales de las violencias basadas en género (VBG) muestran que hay una relación importante entre las crisis económicas y estas violencias. En el caso colombiano es muy notorio y hay una tendencia creciente en la pospandemia. Si uno toma las cifras que tiene medicina legal, las que reporta la Rama Judicial, y las relaciona con esta variable de la crisis económica, encuentra una correlación importante. Por ejemplo, en Cali, esto aumentó con el estallido social y sigue creciendo a medida que hay más desempleo, más informalidad y menos dinero circulando.
Académicas como Paula Herrera, Ana María Tribín-Uribe y Natalia Ramírez Bustamante tienen investigaciones que muestran cómo los sectores económicos que están más feminizados recibieron el golpe económico de la pandemia y de la pospandemia. Esto también se ve en la Gran Encuesta Integrada de Hogares (Geih), que muestra que el número de mujeres desempleadas está creciendo, desbordado, y los alivios se han concentrado en los varones. En esta variable, también entra la dependencia económica de las mujeres hacia ellos, pues aquellas que dependen económicamente de sus parejas no pueden romper círculos de violencia por no tener esa autonomía. De ahí la importancia del llamado a que las mujeres no sólo tengan soberanía sobre su cuerpo, sino también en su economía y su proyecto vital en un sentido más amplio.
Por otro lado, hay una razón cultural. Una sociedad en crisis, con varones que no saben lidiar con emociones como la ansiedad o la incertidumbre, es una sociedad en donde estas emociones se tienden a manifestar como agresiones hacia las vidas más vulnerables. El patrón de la agresión relacionado con la crisis tiene que ver con algo que abordó María Victoria Uribe: la emocionalidad del caos y una agresión que se produce al no saber cómo lidiar con la incertidumbre.
Ahora, cuando se les hace zoom a estos fenómenos, también sale a la luz la desconfianza en las cifras de la rama judicial. Cosa que no ocurre con instrumentos censales como la Geih o la Encuesta de Calidad de Vida (ECV).
LSA. ¿De dónde viene esa desconfianza?
L.B. Las cifras se automatizan y se recogen a partir de sistemas como Orfeo, que utiliza la Rama Judicial para registrar los casos e incorporar los datos del Dane. Sin embargo, también interviene lo que se conoce como arbitraje o discrecionalidad burocrática, es decir, cómo un funcionario califica un hecho de violencia de género. Esta situación es preocupante porque muchos funcionarios no están suficientemente capacitados para realizar estas evaluaciones, lo que se refleja claramente en los casos de feminicidio.
LSA. ¿Por qué ha sido tan difícil para la justicia abordar estos casos?
LB. El feminicidio es una acción de tipo penal regulada recientemente. Entonces, los funcionarios y funcionarias tienen que interpretar de ciertas formas los casos para decidir si los hechos violentos se desplegaron contra una mujer por ser mujer. Para esto, la jurisprudencia internacional y nacional destacan marcadores físicos de la agresión: atentar contra el pelo, la cara, los senos, los genitales y las agresiones sexuales también se suelen vincular como actos que se cometen junto con el feminicidio. También se consideran elementos del contexto en el que ocurre: si se conocían las dos personas, si tenían una relación afectiva, si son compañeros de trabajo, etc. Estas interpretaciones buscan estereotipos y asimetrías, en los detalles y en los contextos, que refuercen la calificación de este tipo de crímenes como feminicidio. Eso no es fácil de hacer y en la Rama Judicial, aunque ha habido mejoras, no se hace de forma contundente.
A esto se le suma que, sobre todo desde ángulos conservadores, se dice que la violencia de género no ha aumentado, sino que ahora hay más conciencia crítica frente a este fenómeno y por eso es más visible y se denuncia más. Desde ese ángulo conservador, no tenemos que preocuparnos por eso. Pero, al contrario, aunque la violencia de género es estructural y es cierto que se ha roto el silencio, la verdad es que en las denuncias hay un subregistro muy alto.
LSA. ¿Qué otros factores contribuyen a que la justicia no funcione adecuadamente para atender estos casos?
L.B. El sistema judicial presenta una dimensión adversarial y binaria que fomenta lógicas totalizantes y culpabilizadoras, pero que poco contribuye a la transformación. Como resultado, las mujeres suelen construir relatos muy planos sobre sus experiencias de violencia, mientras que los agresores se enfrentan a encrucijadas igualmente simplistas. En contextos más matizados, que reflejan la complejidad de estas situaciones, podríamos lograr una transformación radical en los escenarios de violencia.
No se trata de aumentar el número de hombres que van a la cárcel. En sectores con economías precarias la denuncia puede ser perjudicial, pasa con la inasistencia alimentaria e incluso la violencia de género, porque denunciar puede llevar a que ellas queden desamparadas económicamente si sus parejas terminan en la cárcel. Sin romantizar la violencia ni hacer apología de los agresores, plantear alternativas que no sean binarias, no culpabilizantes y no punitivas, cambiar la narrativa, puede aportar a la transformación. Esto empieza por entender que los agresores no son monstruos o excepciones, sino individuos socializados dentro de nuestro sistema cultural. En este sentido, las lógicas adversariales que los conducen a la prisión no son la mejor manera de abordar el problema.
LSA. A inicios de este año, se propuso la creación de una jurisdicción especial para mujeres. ¿Qué opina de la propuesta?
L.B. En general, institucionalizar una perspectiva de género en lo judicial podría ofrecer un espacio para diversas epistemologías y prácticas del derecho feminista que actualmente no encuentran cabida en las jurisdicciones ordinarias. Pero la propuesta tiene dos dificultades significativas.
En primer lugar, se hace una excepción a algo que difícilmente es excepcionalizable. La violencia de género y las dinámicas del derecho son relacionales e interdependientes, lo que dificulta su tratamiento como algo aislado. Aunque esta jurisdicción puede tener un valor simbólico, podría limitar las reflexiones transversales que son necesarias tanto en el sistema judicial como en la sociedad.
Por otro lado, las élites judiciales son tan impenetrables y endogámicas que esa esperanza de la variación simbólica y la producción de nuevas dinámicas judiciales puede capturarse fácilmente por redes clientelares de poderes tradicionales en lo judicial. Algo similar ha pasado con la Jurisdicción Especial para la Paz. La especialidad temática en Colombia no ha tenido buenos antecedentes.
LSA. ¿Cómo ve que, a medida que aumenta la autonomía de las mujeres y avanza la agenda feminista, también parecen aumentar las VBG?
L.B. En la medida en que la idea de la soberanía y autonomía de las mujeres va circulando, se han dado estos fenómenos de violencia como efectos no deseados y que tienen disparados los feminicidios y la violencia intrafamiliar. Los cambios culturales promovidos tanto por los movimientos sociales de mujeres como por el Estado están ocasionando una desestabilización de la familia tradicional y de los roles femeninos dentro de ella. Por ejemplo, la creación de rutas para denunciar la violencia de género y la implementación de infraestructuras dedicadas al cuidado son iniciativas que facilitan esta transformación.
Según la Encuesta de Calidad de Vida, ha aumentado la jefatura femenina en los hogares, así como el número de divorcios y familias monoparentales donde las mujeres toman decisiones. Desde 1980, hemos avanzado notablemente en la educación de las mujeres en Colombia, cerrando rápidamente la brecha educativa. Esto les permite tomar decisiones sin la influencia masculina en sus hogares, y que tengan otros comportamientos, pero esa disrupción social está siendo detenida coercitivamente. Cuando las mujeres logran tomar una decisión, entran en un lugar de vulnerabilidad. Por ejemplo, trabajamos con mujeres emprendedoras que comenzaban a tener autonomía económica, pero enfrentaban rápidamente la retaliación por parte de masculinidades hegemónicas. Esta retaliación puede ser física, verbal, emocional, psicológica e incluso sexual. Hubo un caso impresionante en Bogotá que ilustra eso. Una mujer comenzó a asistir a una de las manzanas de cuidado y a nadar allí. Tomó un dinero que estaba destinado para otra cosa y se compró un vestido de baño y el esposo casi la mata.
Entonces, la crisis económica global y la incertidumbre que viene de ella, más los roles culturales tradicionales que se están transformando y que ocasionan reacciones que buscan contener esos cambios, se combinan y crean un contexto propicio para lo que estamos viviendo. En mayo de este año, se emitió una alerta en Cali debido a que las cifras de violencia contra las mujeres casi duplican las del año anterior.
LSA. ¿Hay diferencias regionales en las causas y expresiones de estas violencias?
L. B. Cuando se habla de feminicidios, se suele hacer a nivel nacional. Hay una suerte de centralización en el abordaje del tema, entonces no hay muchos datos específicos para entender los fenómenos. En el Observatorio hacemos estadísticas a escala subnacional para entender el fenómeno por medio de datos. Y con los datos ocurre algo impresionante y es que hay una gran credibilidad social en ellos y son muy buenos para hacer pedagogía.
Uno de los patrones que hemos identificado es la paradoja económica de las mujeres y las diferencias en las prácticas de cuidado. En el Valle del Cauca, hay una notable sobrecarga en el trabajo de cuidado, pero los instrumentos que se utilizan para medir esto suelen estar sesgados por una visión urbana de la familia y la mujer, y reflejan estereotipos de mujeres de clase media, trabajadoras y educadas que viven en hogares con todos los servicios públicos. Esta realidad no capta adecuadamente la complejidad de la sobrecarga de trabajo que enfrentan muchas mujeres en contextos distintos.
En Valle del Cauca, y en particular en Cali, el cuidado se manifiesta de manera distinta a Bogotá. Predomina un cuidado comunitario donde las vecinas, especialmente en sectores populares y clases medias trabajadoras, cuidan colectivamente a los niños. Por otro lado, aunque Bogotá tiene zonas rurales, la ruralidad en Cali es mucho más precaria. A solo 30 minutos subiendo por Pance, hay comunidades donde las mujeres no tienen acceso al agua, lo que les obliga a dedicar mucho más tiempo a la extracción y potabilización del agua para el consumo. Estas actividades no están registradas en los instrumentos que miden el uso del tiempo y que adoptan la visión urbana del centro del país.
LSA. ¿Las labores de cuidado en Colombia son diferentes?
En efecto, en Colombia en general, las mujeres cuidan de manera diferente, posiblemente influenciadas por tradiciones indígenas. Mientras en países como Argentina, donde la influencia europea puede generar una mayor distancia emocional con los niños, en Colombia hay una obligación implícita de estar con ellos y no separarse. Esto limita la implementación de políticas públicas que distribuyan el trabajo de cuidado, ya que muchas mujeres sienten que sus hijos están mejor a su lado y para distribuir tendría que haber una necesidad económica o de bienestar muy grande. En el caso de las mujeres de clases altas, su valor profesional está en juego, lo que las lleva a delegar el cuidado infantil al mercado para facilitar la redistribución de responsabilidades. Sin embargo, incluso dentro de Colombia hay variaciones. La zona andina tiende a tener un cuidado más íntimo y familiar, mientras que en el Pacífico el cuidado se colectiviza y hay fuertes esquemas de solidaridad, especialmente en sectores populares.
Al analizar los microdatos de la última Encuesta Nacional de Uso de Tiempo de 2023, se evidencia que las mujeres en Cali, incluso en estratos altos, tienden a redistribuir más el cuidado dentro de la familia extendida, involucrando a abuelas y tías. En contraste, en Bogotá, donde la migración es más alta, hay menos interacción con la familia extendida y una menor socialización del trabajo de cuidado. Esto es preocupante, ya que incluso los hombres educados de clases altas en Bogotá no redistribuyen responsabilidades de cuidado. Al revisar los datos me impactó que las mujeres educadas de clases altas, a pesar de su formación, no parecen tener el poder de negociar mejor en sus familias sobre la distribución del cuidado.
Desde 2020, en Cali hemos realizado un esfuerzo constante con laboratorios de activación de la economía del cuidado, promoviendo el modelo de socialización del trabajo comunitario presente en los sectores populares como una herramienta orgánica para la distribución de responsabilidades de cuidado. Esta diferencia es significativa.
LSA. ¿Esta forma comunitaria del cuidado cómo se relaciona con la VBG?
L.B. Está muy relacionada con la violencia de género. Estas redes sociales no solo facilitan la redistribución del cuidado, sino que también son fundamentales para generar apoyo en casos de violencia intrafamiliar. En ciudades como Cali o Santander de Quilichao, las mujeres desarrollaron acciones colectivas para cuidar de otras, con alertas y restricciones ante la violencia mucho más efectivas que en los hogares de mujeres cualificadas en Bogotá.
La evidencia empírica que hemos recopilado muestra que el nivel de denuncia y acompañamiento en situaciones de violencia de género se relaciona con el que existan estas redes y un capital social sólido, especialmente en regiones con estructuras más horizontales, como las del Pacífico. Tener más amigas proporciona herramientas subjetivas que facilitan la salida de circuitos de violencia. En estas comunidades, las mujeres pueden hablar más fácilmente de los procesos de denuncia y dar un apoyo más efectivo a otras, gracias a la escucha activa. En contraste, en contextos donde prima la individualidad, como en Antioquia y especialmente en Bogotá, estas afinidades y posibilidades son limitadas.
Sin embargo, todo este tejido social se ve amenazado cuando introducimos la variable económica. Desde la pandemia, Cali y el Valle del Cauca han enfrentado una crisis económica profunda. A esto se le pueden sumar otros asuntos que han afectado la región, como el racismo estructural que limita la inversión en infraestructura por parte del Estado, en comparación con regiones como la Andina. En debates recientes, ha quedado claro que las élites económicas del Valle del Cauca no han logrado representar sus intereses en la tecnocracia nacional, lo que ha creado un vacío entre el aparato central y el Pacífico en términos económicos. Esta disparidad ha llevado a que las mujeres en el Valle, especialmente en Cali, experimenten una menor soberanía económica y se encuentren más vulnerables a la informalidad.
Asimismo, la brecha salarial en Cali es mayor que en Bogotá, Medellín y Barranquilla, y la tasa de informalidad entre mujeres es también más alta en Cali. Esto se traduce en menos oportunidades laborales y un mayor desempleo para las mujeres en comparación con las otras ciudades. La desigualdad también es alarmante, con una clara segregación racial, especialmente en áreas como la ladera y el oriente de la ciudad, incluyendo el Distrito de Aguablanca.
LSA. ¿De qué otras formas se expresa esa disparidad económica en Cali?
L.B. Otro punto crítico es el embarazo adolescente, que tiene un índice muy alto con casos de niñas de tan solo 12 y 13 años en embarazo. Estas jóvenes abandonan el sistema educativo, lo que limita su capacidad de calificación y su acceso al mercado laboral y reproducen el ciclo. Sin oportunidades de trabajo, muchas de ellas quedan atrapadas en estructuras familiares asimétricas, sin poder de decisión y vulnerables a la violencia. Además, su situación económica se agrava por la falta de aseguramiento, como el acceso a pensiones para la vejez, lo que las deja en una situación de alta vulnerabilidad en su adultez. En este contexto, muchas mujeres aseguran su vejez a través de la maternidad, teniendo varios hijos desde una edad temprana. La reproducción social se vincula así a un sistema de distribución de la riqueza que depende de tener más personas que generen ingresos y bienestar. Esta dinámica resalta la complejidad de la relación entre trabajo, pobreza y reproducción social en la ciudad.
En estos contextos, abordar la violencia de género es un desafío. Por eso es tan importante analizar las estadísticas de manera interseccional y localizada. Por ejemplo, al examinar las comunas del Distrito de Aguablanca y compararlas con Buenaventura, se evidencia que Cali tiene similitudes con Bogotá en las comunas del sur, como la comuna 22, que son de clases medias y medias altas. Sin embargo, al enfocarnos en las comunas más vulnerables, que son predominantemente habitadas por personas racializadas, encontramos cifras que superan los promedios nacionales en términos de violencia de género.
LSA. En sus artículos sobre las VBG dice que es un problema de salud pública, ¿de qué forma?
L.B. Hay varias formas de abordar esto. El feminismo ha politizado de manera efectiva la dicotomía entre lo público y lo privado, logrando llevar lo íntimo al ámbito público. Esta es una de las premisas más importantes del feminismo: reflexionar sobre lo personal en un contexto colectivo, lo que se aplica a las violencias domésticas. Tradicionalmente, estas violencias no se denuncian porque, como dicen nuestras abuelas, “la ropa sucia se lava en casa”.
Pero también ha habido un sesgo para abordar el fenómeno. Por ejemplo, durante el conflicto con las Farc hubo diversidad de datos sobre quiénes habían sido afectados por el conflicto. Si se comparaban las cifras de muertes violentas de personas en situaciones directamente relacionadas con grupos armados ilegales, con cifras de violencia intrafamiliar, estas últimas representaban un 40% más.
Se priorizó el conflicto sobre este otro problema que mataba casi al doble de mujeres en comparación con las personas, en su mayoría hombres, que morían a causa de la guerra. El objetivo no es poner la violencia de género por encima del conflicto armado, sino entender que su falta de atención como problema público se debe a una preferencia política, no a que sea un problema menor. Mientras el conflicto desgarraba por la acción de grupos armados que amenazan la seguridad del Estado, millones de hombres afectan a las mujeres en sus hogares, y las consecuencias de la violencia intrafamiliar están bien documentadas. La psicología social ha mostrado que estas mujeres a menudo no reconocen su propia valía y tienen dificultades para salir de los ciclos de violencia, lo que limita su acceso a la autonomía económica. Además, los hijos que crecen en estos entornos también se ven afectados. Aunque no me gusta usar la palabra “trauma”, es evidente que la violencia intrafamiliar está en el núcleo de la educación de masculinidades tóxicas. Estas masculinidades, al haber crecido en ese contexto, sienten que tienen derecho sobre la vida de las mujeres, perpetuando relaciones desiguales y asimétricas.
Las personas que están cerca de circuitos de violencia familiar tienden a reproducirla porque es la única forma que conocen para enfrentar sus problemas. El Estado ha hecho poco para abordar la violencia intrafamiliar, incluso desde un enfoque conservador. La Comisión Nacional de Género, para contabilizar proyectos favorables al género, suele incluir todas las leyes que tienen las palabras “mujer” y “género”, así fueran promovidas por partidos con doctrinas conservadoras como el Partido de la U y el Partido Mira. En cualquier caso, no se considera la violencia intrafamiliar como un problema social de alta escala o de salud pública que afecta a millones de colombianos
LSA. ¿Se ha equivocado el feminismo en cómo plantea la divulgación masiva de lo que implica una ética y una sociedad feminista?
L.B. Yo me declaro y me he declarado por muchos años como feminista y, en efecto, no es solo una forma de pensar o una posición política, sino una ética que hace que se conecten de manera muy particular las convicciones con las acciones. De alguna manera, al politizar lo íntimo y lo doméstico se les entrega a las mujeres una batería de herramientas poderosas para entender su realidad y cambiarla. El feminismo tiene una potencia inmensa y al feminismo en Colombia se le debe reconocer que ha logrado pasar del discurso a la acción y eso no es fácil.
Ahora, han ocurrido cosas en la forma en la que, al menos en Colombia, el movimiento feminista ha intentado hacer transformaciones sociales. Instituciones que buscan reparar el conflicto armado llevan a comunidades rurales, algunas que se reconocen como indígenas o afrodescendientes, capacitaciones sobre las VBG, el patriarcado y la transformación de esas conductas y las mujeres reciben esta información. Pero hay unos varones que no solo se sienten excluidos, sino amenazados y que, entonces, reaccionan contra esos espacios. Eso hace que exista lo que en investigación se llama “acción con daño”: se hace una intervención en un espacio no controlado que genera un daño a la persona a la que se quería ayudar. Con consecuencias graves porque da lugar a la polarización que se ha vivido desde las cartillas de Parody, cuando se habló de la ideología de género, o con la idea del “feminazismo” en redes, que se recicla constantemente.
Un gran problema es que el feminismo se ha vuelto un discurso endogámico y donde pareciera que las únicas interpeladas son las mujeres y eso ha dejado de lado la transformación de la masculinidad. Eso polariza la discusión de manera innecesaria. Incluso, en algunos momentos hemos sido asépticas, hasta corrosivas, frente a lo masculino. En gran parte tiene que ver con la precariedad de recursos para hacer ese tipo de investigaciones, lo que hace que se tenga que escoger o priorizar y se siga dejando, quién sabe para cuándo, el estudio de la masculinidad y la diseminación de nuevas formas de ejercer la masculinidad que permitan vidas más valiosas para todas y todos. Nos hemos equivocado en dejar para después la acción frente a los varones y lo masculino. Hay tantas formas de politizar lo que es ser mujer, de dar alternativas para construirnos de formas diferentes y disidentes, pero hay muy pocos recursos para hacer eso mismo con los varones. Es una deuda que tiene que saldarse de forma urgente, no solo para evitar las polarizaciones, sino para que las transformaciones que se quieren hacer puedan adelantarse de una forma más tranquila y consciente.
LSA. ¿Qué estrategias considera efectivas para disminuir la violencia de género y prevenir estos casos desde sus raíces?
L.B. Más que crear nuevas estrategias, se deben ajustar las que existen. Las iniciativas actuales han dado resultados significativos. El movimiento social de mujeres ha desarrollado herramientas tanto discursivas como institucionales que han contribuido a desnaturalizar y desnormalizar comportamientos violentos, lo cual es fundamental. Es crucial continuar con este esfuerzo, ya que el público que recibe este tipo de mensajes es vulnerable, compuesto por mujeres adultas de diversas clases sociales que necesitan escuchar repetidamente para comprender lo que les ocurre.
Sin embargo, es urgente crear espacios de diálogo paralelos, no solo para los hombres, sino también para otros sectores sociales que aporten voces diversas. A menudo, el feminismo se presenta como un todo homogéneo, pero dentro de él hay diferencias que deben ser reconocidas. Popularizar el discurso puede ser una vía para involucrar a quienes necesitamos movilizar.
Es esencial incorporar en la conversación a hombres, niños, mujeres jóvenes y personas mayores, así como romper con el sesgo etario y de clase que ha caracterizado la movilización. Este cambio debe incluir más sectores populares, menos homogeneidad racial y una representación más amplia de las áreas rurales, las comunidades afrodescendientes y otros grupos racializados negativamente. Solo así podremos avanzar hacia un enfoque más inclusivo y efectivo en la lucha contra la violencia de género.
FUENTE: LA SILLA VACIA