agosto 26, 2024
El papel de los hombres en la erradicación de las violencias en Colombia

María Cristina Hurtado Sáenz tiene razón. Es hora de que los hombres nos autocritiquemos y asumamos nuestra responsabilidad con la erradicación de las violencias. Socios del feminismo y desertores del patriarcado es lo que tenemos que ser.
La responsabilidad de los hombres
La maestra María Cristina Hurtado ha lanzado un desafío a los hombres colombianos: cuestionar críticamente nuestro papel en la erradicación de las violencias contra las mujeres y las niñas.
La pregunta que inaugura este debate es: ¿cuál es el papel de los hombres en la consolidación de una Colombia igualitaria? Esta no es una pregunta sobre qué es el feminismo y cuál es su agenda; esas cuestiones están reservadas para las maestras, y el feminismo, como teoría política de la igualdad, tiene respuestas.
Quiero comenzar mi reflexión afirmando un principio que aprendí de Amelia Valcárcel: feminismo y biología hay que separarlas. Con esto no estoy diciendo que mujeres u hombres, por nuestra biología, somos más o menos propensos a la violencia. Aunque la fuerza no sea una construcción social, su aplicación opresiva sobre las mujeres y las niñas sí lo es en cuanto a mandato imperativo. Este es mi primer punto. Las mujeres y las niñas no son débiles por ser hembras. La noción de que son inferiores y que dicha inferioridad está justificada es un error heredado. No existe el sexo débil. Sin embargo, esta idea autoriza a violentar.
La debilidad del sexo femenino o “imbecillitas sexus” es un prejuicio antiguo. ¿Hemos olvidado la andreiya? Este término, que se traduce como “virtud”, implica una conexión con la masculinidad. Virtud deriva de “vir”, que significa “hombre o varón”, y “valor” se expresa como “andreiya”, que en español todavía se refiere a la hombría. En esta noción de virtud-valor, las mujeres fueron relegadas a no ser consideradas “virtuosas” porque se les negaba la andreiya.
De ahí que Rousseau argumentara que las mujeres no podían ser “ciudadanas”, pues carecían del valor para empuñar un arma. La transmisión generacional de esta idea está vigente. Esto explica algunas frases o expresiones como “le faltan huevas”, porque los hombres y la sociedad ven el falocentrismo como “epígono de la perfección humana”.
La virtud en el saber y el poder está asociada a lo masculino, enraizada en la creencia de que los hombres somos mejores y superiores, mientras que las mujeres son seres imperfectos. Justificamos estas ideas cuando afirmamos que las mujeres “carecen de algo” para aspirar a la igualdad, especialmente ante señores que deciden quién entra y quién no a la paridad.
El patriarcado es exclusión y marginación sutil, disfrazada de meritocracia o de estándares de excelencia que, paradójicamente, siguen siendo definidos y controlados por hombres. Esta estructura injusta no sólo limita el acceso de las mujeres a posiciones de poder y toma de decisiones, sino que perpetúa la falsa noción de que la virtud y el valor son atributos inherentes a los hombres
El patriarcado es exclusión y marginación sutil, disfrazada de meritocracia o de estándares de excelencia que, paradójicamente, siguen siendo definidos y controlados por hombres.
Si una mujer no posee andreiya —valor y coraje—, lo que tendrá es miedo. Este es el último justificante moral de las violencias “porque quien no tiene poder, tiene miedo”, afirmó Amelia Valcárcel. Así, ante un hombre, la reacción esperada de una mujer es el pudor, y el pudor no es sino una manifestación del miedo. Esto es lo que nosotros, los hombres, hemos impuesto a las mujeres: que nos teman. El patriarcado funciona bajo esa premisa.
Desvalorar es deshumanizar
Hay una relación intrínseca entre la desvalorización, el miedo y las violencias. Ya en el siglo XVII, Poullain de la Barre, en su obra De l’égalité des deux sexes de 1673, nos advertía que la violencia contra las mujeres es una práctica en todas las sociedades planetarias. Las pioneras del feminismo en la Ilustración, como Mary Wollstonecraft, quien se opuso a Rousseau, y Mary Astell, que confrontó a Locke, también afirmaron que una sociedad racionalista no podía condenar a las mujeres a la ignominia. Michèle Le Dœuff, en pleno siglo XX, nos comprobó que el patriarcado no es sólo un sistema socio-político, en términos de Kate Millet, sino un conjunto de prácticas de minorización de las mujeres en todo el planeta.
El camino hacia la violencia que mata y que justifica y reproduce con naturalidad el horror del feminicidio comienza con la desvalorización del cuerpo, el papel, el valor y la vida de todas las mujeres y las niñas. La desvalorización es una práctica patriarcal que a menudo se considera baladí. Pero es la más perniciosa. ¿Acaso, hemos olvidado lo que las mujeres pidieron primero, antes que cualquier derecho? El ser, el existir. El estatuto de individuación, como lo afirmó Beauvoir.
Desvalorizar es deshumanizar. Todo patriarcado —de coacción o consentimiento, como lo enseñó Alicia Puleo— desvaloriza a las mujeres y las niñas y niega para ellas su estatuto de “ser” para violentarlas y matarlas. Así, un varón en Irán que mata a una mujer es tan ruin como el colombiano que asesina a su pareja porque la considera su propiedad. Llámese iraní o colombiano, el patriarcado es el mismo, porque desvaloriza emprendiendo el camino hacia la deshumanización para luego matar. La desvalorización es el primer paso hacia las muertes físicas y/o simbólicas.
Esta desvalorización no sólo legitima la violencia, sino que desconoce la humanidad de las mujeres y las niñas y coarta la posibilidad de señalar toda violencia o reclamar la igualdad: ahora entendemos por qué toda mujer violentada teme. El temor y la inseguridad que resultan de la desvalorización son herramientas del patriarcado para mantener a las mujeres en una posición de subordinación. Esta estrategia silencia a las mujeres y perpetúa el ciclo de opresión.
Como hombres, debemos reconocer nuestra complicidad en la perpetuación de este sistema opresivo. No se trata de reformar la desigualdad y la opresión naturalizadas bajo el lema de una nueva masculinidad, sino de erradicarlas para que los hombres emerjan como individuos libres del prejuicio que mandata a oprimir a las mujeres y niñas. Son las mujeres feministas las que han desafiado al sistema patriarcal, pero nuestra masculinidad sigue quieta en términos de autocrítica y compromiso con la igualdad.
No podemos contentarnos con ajustes superficiales. Necesitamos una transformación que reconozca y valore la humanidad plena de las mujeres y niñas. Al adoptar esta perspectiva, nos comprometemos a luchar contra todas las formas de opresión y discriminación, promoviendo una sociedad donde la igualdad y el respeto sean la norma. Esto no sólo beneficia a las mujeres y niñas, sino que nos libera a nosotros, los hombres, de las limitaciones y distorsiones impuestas por el patriarcado. Por ello, el primer paso es poner en duda la visión masculinizante de la vida.
De la autocrítica a la praxis
En Colombia, los hombres y la sociedad debemos ser conscientes de que cualquier forma de desvalorización es una forma de violencia para las mujeres que opera subrepticiamente. Particularmente mujeres tales como: las racializadas, las que tienen discapacidad, las víctimas del conflicto armado, las prostituidas, las migrantes, las excluidas de la paridad pese a sus capacidades, las perseguidas políticamente, las sometidas a explotación sexual y reproductiva, las adultas mayores y aquellas que tienen una connotación basada en su condición social. Al no desafiar la desvalorización, ignoramos la raíz misma de la violencia.
María Cristina Hurtado nos informaba en su artículo que, “(…) entre el 29 de mayo y el 2 de junio del año en curso, hubo seis feminicidios en Colombia; una de las víctimas fue una niña de 14 años de edad, y que desde el alcalde de Bogotá, Carlos Fernando Galán, hasta el abogado representante de víctimas, Miguel Ángel del Río (en el juicio de feminicidio de Valentina Trespalacios), coincidieron en recomendarle a las mujeres ‘que vieran las señales de peligro’. Es decir, los hombres nos recomendaron a las mujeres cómo protegerse de ellos, trasladando la culpa a las víctimas, quienes ‘no pudieron leer a tiempo esas señales’”.
Con esta reflexión quiero subrayar que es clave reconocer que desviar la responsabilidad hacia las víctimas perpetúa la lógica opresiva. En lugar de exigir a las mujeres que se protejan de la violencia, debemos transformar las normas y valores que la fomentan y asumir nuestra responsabilidad como hombres para desmantelar el patriarcado. Por ello, creo al igual que la Maestra Hurtado, que el cambio comienza con la educación y la sensibilización, basadas en ideales igualitarios, de respeto a los derechos humanos de las mujeres y las niñas y los principios de justicia feminista, reconociendo que la violencia no es un problema exclusivo de las mujeres, sino una responsabilidad colectiva.
Todavía tenemos funcionarios que llaman al feminicidio “crimen pasional” como en el caso de Estefany Barranco, asesinada por su expareja el 28 de mayo de 2024 en el centro comercial Santa Fe de Bogotá, y que fue calificado por la policía como un crimen pasional. Ni qué decir con la prostitución y la trata que, algunos aún denominan “empoderamiento”, ignorando que, el único empoderado es el patriarcado, que se perpetúa mediante la propietización y domesticación sexual de las mujeres y las niñas. Quien mata a una mujer o una niña, o paga por sus cuerpos, quiere ejercer dominio. Esta es la fantasía que justifica el delirio patriarcal: la dominación.
Señalar a las escuelas sociales de la desigualdad y la muerte
En Colombia, los hombres debemos dejar de minimizar y justificar las violencias con eufemismos. Al llamar a los feminicidios “crímenes pasionales” desviamos la atención de la raíz del problema y perpetuamos la idea de que tales violencias son incidentes aislados y no parte de un sistema de opresión. Esto incluye reconocer que la prostitución y la trata no son formas de empoderamiento, sino de explotación.
Es crucial que entendamos que una relación sexual, como en el caso de la prostitución, no puede ser objeto de un contrato, ni siquiera cuando exista consentimiento, porque ese contrato supone siempre una violación de la libertad sexual. No puede apelarse a la libertad sexual propia para dejarla en manos de un tercero de la misma forma que nadie puede darse libremente en esclavitud.
Defender que la prostitución es un trabajo como cualquier otro olvida que no es lo mismo trabajar con tu cuerpo que hacer de tu cuerpo el lugar de trabajo. Es un falso paralelismo. Una mujer en prostitución no es asalariada porque ella misma es el medio de producción y su producción está explotada a manos de un tercero, lo que constituye opresión económica por razón del sexo. Lo anterior está prohibido por los tratados de derechos humanos. Por ello, lo único que le da sentido a la prostitución no son las leyes ni la democracia, sino la “fantasía varoníl de la dominación”, que actúa como un laboratorio social de la opresión.
La invitación a la autocrítica
Leer a María Cristina Hurtado me hizo reflexionar sobre el papel de nosotros, los hombres, en la construcción de una sociedad igualitaria. Sé que a muchos la palabra “feminismo” les molesta. Pero ocurre con ella lo que ocurría antes de la Segunda Guerra Mundial con la expresión “demócrata”: tenía mala fama. El adjetivo “feminista”, que aparece en 1872 formulado ya como nombre del movimiento y la teoría, acuñada por la sufragista Hubertine Auclert y usada por Alejandro Dumas “Hijo” como burla para los defensores de la libertad e igualdad de las mujeres, sí representa una fuerza de cambio en Colombia.
Si los hombres no entendemos que el feminismo, lejos de ser una amenaza, es una reivindicación de los derechos humanos, no comprenderemos su agenda y poder civilizatorio. Sólo adoptando una perspectiva feminista nos comprometemos a desmantelar los sistemas que perpetúan la desigualdad y la violencia que heredamos socialmente como sexo opresor.
En Colombia, muchos hombres desconocen que el feminismo es una fuerza transformadora que promueve la igualdad y el respeto para todos. No es lo contrario al machismo ni tampoco es el “mujerismo”, que en ocasiones es confundido con el feminismo. El feminismo, como teoría del cambio social y como ética, nos advierte a los hombres que el patriarcado tampoco es connatural a la varonía, y no tiene elementos de humanidad, porque el patriarcado es el vehículo de una masculinidad anticivilizatoria que se resiste a caer.
Sólo adoptando una perspectiva feminista nos comprometemos a desmantelar los sistemas que perpetúan la desigualdad y la violencia que heredamos socialmente como sexo opresor.
La ética feminista hoy es: “hombre, no prescindas de las mujeres”. Porque el patriarcado está muy orgulloso de no ser mujer y la única manera de saberlo es acudir a las prácticas de dominación. Por eso nos invita a oprimir en todas sus formas y a matar. Nos convierte a todos los hombres en hijos sanos de sus praxis.
Como hombres, es importante que sepamos que el patriarcado es anticivilizatorio porque bloquea el ideal regulativo de igualdad surgido en la Ilustración, el motor civilizatorio que nos aleja de la barbarie. Es por ello que su práctica nos arrastra al peor pasado moral y político, uno donde los hombres somos irracionales y las mujeres no eran personas, sino parte del fortín conquistado.
La verdadera civilización se basa en el reconocimiento y la promoción de la igualdad y la dignidad de todos los seres humanos, y eso es lo que propone la ética feminista. Nos compromete a erradicar el sistema que nos mantiene atrapados en un ciclo de opresión y barbarie. Por ello, contrario a toda esclavitud, Montesquieu señaló: “el grado de civilización de una sociedad se mide por el de la libertad de sus mujeres”. Lo mismo afirmó el gran Stuart Mill. En Colombia, debemos rechazar las formas que perpetúan la opresión y comprometernos a una masculinidad que no dependa de la dominación y el control. Sólo así podremos avanzar hacia una sociedad más justa y equitativa.
FUENTE: https://razonpublica.com/