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septiembre 26, 2022

Mujeres, territorios cocaleros y el mandato de la guerra


El ‘se lo buscaron’ es una frase que se ha ido desmontando poco a poco del imaginario colectivo de las personas. Nadie atrae sobre sí la violencia como si quisieran atravesar desde el deseo por experiencias que dejan cicatrices imborrables. Esto sucede con las mujeres campesinas cocaleras que, al derivar su sustento económico de un cultivo considerado ilícito, están expuestas a un Estado militar que erradica, fumiga, criminaliza y estigmatiza, quedando en un fuego cruzado con actores armados que se apropian de las rentas criminales para generar enclaves territoriales.

El informe de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV) ‘Mi Cuerpo es la Verdad: experiencias de mujeres y personas LGBTIQ+ en el conflicto armado’ narra justamente las vivencias en amplio de las mujeres en el marco del conflicto armado en Colombia. Ahí nos presentan cómo ellas recuerdan las masacres, los asesinatos, las torturas, los desplazamientos forzados, el despojo, el desarraigo y la completa soledad en la que se vieron, así como los padecimientos físicos y psicológicos que marcaron sus cuerpos: intoxicaciones, problemas dermatológicos, cáncer, muertes tempranas, malformaciones congénitas, y abortos por aspersión de glifosato como es el caso de Yaneth Valderrama, cuya petición fue admitida ante la CIDH.

Si la coca ha sido vista como gasolina del conflicto, la política de drogas fue la cerilla que atizó la violencia del Estado en los territorios cocaleros. Esto se refleja en las disputas violentas en territorios cocaleros que, sumadas al modelo de control territorial de la fuerza pública, transformaron la vida de estas comunidades y territorios, generando impactos profundos en la vida de las mujeres.

La economía de la coca abrió posibilidades de trabajo remunerado para las mujeres como cocineras de los trabajadores, en menor medida como ‘raspachinas’ y en algunas ocasiones desde el trabajo sexual. Sin embargo, la CEV explica que esta oferta laboral estaba sujeta a la autorización de los armados y en algunos territorios implicaba internarse por lapsos de alrededor de tres meses en los laboratorios. Además, aunque las mujeres encontraron un ingreso en las labores que trajo consigo el cultivo y procesamiento de la coca, la desigualdad estructural se agudizó, en términos de oficios, pagos y riesgos, lo que reafirmó la subvaloración del trabajo femenino.

Los territorios cocaleros se volvieron espacios dónde la discriminación y la subordinación de las mujeres y niñas se agudizaron desde la economía de las drogas ilegales. En especial, el informe resaltó los efectos de la cosificación de sus cuerpos y, en numerosos casos registrados, la explotación sexual. Mediante la presión para entablar relaciones sexuales y sentimentales, las mujeres en territorios cocaleros se vieron forzadas a vincularse al narcotráfico como informantes o colaboradoras y así terminaron encarnando un riesgo mayor. De hecho, los testimonios escuchados por la Comisión de la Verdad evidencian que, entre 1999 y 2016, la violencia sexual fue marcadamente mayor en municipios cocaleros, y estos índices aumentaron en el período del Plan Colombia y de la avanzada paramilitar. Esta situación llevó masivamente al despojo de tierras y desplazamiento forzado a muchas personas en medio de la estigmatización al campesinado, quiénes fueron perseguidos al ser falsamente asociados como narcotraficantes y colaboradores de las guerrillas.

Y para aquellas mujeres que ejercían su derecho al trabajo sexual fueron consideradas “indeseadas” y “dañinas” para la sociedad que los actores armados querían controlar. Por ejemplo, la CEV trae testimonio de mujeres desplazadas a las que les entregaron en los territorios ‘manuales’ que debían cumplir los habitantes de las veredas: “para los marihuaneros, para los viciosos, había reglas. Cero viciosos y cero mujeres que le vayan a quitar el marido a su vecina. No se podía dañar los hogares ajenos. Cero prostitutas, cero drogas” Pág. 89.

Esto demuestra el perfilamiento de las fuerzas de control hacia los eslabones más débiles; aquellas vidas precarizadas a las que también recae todo el peso de la criminalización. Es más, el encarcelamiento de mujeres vinculadas por delitos de drogas ha aumentado significativamente y los años de cárcel a los que son condenadas también se han incrementado a pesar de estar procesadas por delitos menores no violentos. Según datos del INPEC citados en el informe “el 84,16 % de las mujeres recluidas en centros penitenciarios fueron condenadas o sindicadas exclusivamente por un delito de drogas, sin concurso con otros”. La desproporcionalidad del trato y del cambio de abordaje sobre el delito sindicado ha sido señalada por el nuevo gobierno desde el Ministerio de Justicia. Sin embargo, desde el Legislativo también surgen respuestas como el Proyecto de ley 042 de 2022 sobre la libertad a mujeres en detención preventiva relacionadas con delitos de drogas, en espera de lograr su primer debate.

Además, la reparación integral a las mujeres víctimas en territorios cocaleros debe incluir también la implementación del acuerdo de paz, en especial el punto 4.1.3.4 sobre el tratamiento penal diferenciado para pequeños agricultores de cultivos ilícitos y cuya bandera es el Proyecto de Ley 055 de 2022 en curso. Finalmente, más allá de la implementación, el compromiso por parte del gobierno debe alinearse con dos acciones: i) definir la continuidad, ajustes y alcances del PNIS y PDET garantizando el enfoque de género, ii) promover la sustitución desmilitarizando la relación con las comunidades y promoviendo usos alternativos para el mercado de la coca. De esta manera, se debe escuchar los aprendizajes de las mujeres que, durante largos años de la guerra contra las drogas, han encarnado la violencia que ha atravesado el territorio hasta llegar a ellas.

FUENTE: EL ESPECTADOR


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