enero 11, 2022
Arauca: historia de una violencia sin fin
Recuento de las guerras que han asolado al departamento que esta semana fue noticia por la muerte de 27 personas en enfrentamientos entre guerrillas del Eln y disidencias de las Farc por el dominio de sectores de la frontera con Venezuela.
En el Archivo General de la Nación guardan una carta fechada el 3 de junio de 1964, enviada por Silvano Novoa Bonilla, alcalde municipal de Tame, Arauca, a Alfredo Araújo Grau, ministro de Justicia, pidiéndole ayuda porque allí descubrieron cultivos de marihuana, arrestaron a cinco implicados y creen que puede ser un factor de inseguridad regional. El gobierno de Guillermo León Valencia tampoco sabía qué hacer, porque apenas acababa de dar la orden de “colonizar esas selvas”. Fue el año en el que se fundaron en Colombia las guerrillas Ejército de Liberación Nacional (Eln) y Fuerzas Armadas Revolucionarias (Farc), las mismas que 57 años después asolan el departamento de Arauca en guerra por la región petrolera y por corredores fronterizos a lo largo de 300 kilómetros hacia y desde Venezuela para movilizar tropas, narcóticos, armas y contrabando.
Los más recientes enfrentamientos se evidenciaron desde el 1° de enero de 2022, cuando los organismos de derechos humanos y la población civil hicieron llamados de auxilio a través de las redes sociales luego de que aparecieran tirados en caminos veredales de Tame, Fortul, Arauquita y Saravena los cadáveres de 27 personas, incluidos dos menores de edad, dos mujeres y cuatro venezolanos, al parecer asesinadas por orden del Eln.
¿Por qué el conflicto se eternizó allá? Para responder, me devuelvo a septiembre de 1989, cuando, como periodista de orden público de la Agencia de Noticias Colprensa, fui por primera vez para ver cómo le iba al nombrado intendente, Fernando González Muñoz, coronel del Ejército Nacional. Me mostró “resultados operacionales” que indicaban que “la intendencia ha sido garantía de estabilidad y seguridad gracias al respaldo de la comunidad araucana”. Pero, fuera de grabación, varios habitantes me advirtieron que en esa ciudad podía mandar un militar, pero en las zonas rurales se cumplían las leyes de “los elenos”.
Vi dos realidades: la del establecimiento celebrando en una gran hacienda ganadera que Arauca era la sede de la Asociación de Departamentos y Regiones Petroleras y del Tercer Congreso Nacional de Diputados y Consejeros. Junto a un centenar de delegados de todo el país, disfruté de las inolvidables música y comida llaneras. En esas fincas se brindaba por la bonanza petrolera, pero en las calles de pueblos como Tame y Saravena, los campesinos atemorizados me hablaron de su pobreza no mitigada por las millonarias regalías y del riesgo en medio de enfrentamientos armados entre guerrilleros y militares.
Días después de esas entrevistas, el 2 de octubre de 1989, el Eln secuestró y asesinó con tiros de fusil al obispo católico de Arauca, monseñor Jesús Emilio Jaramillo Monsalve, en un camino del municipio de Arauquita.
Releo el documento “Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia”, publicado en 2015 por la Comisión Histórica del Conflicto y sus víctimas, y encuentro más gérmenes de la violencia: un reporte de comienzos de 1952 calificado por el antropólogo Darío Fajardo como “formas embrionarias de guerra de clase”, incluida una “insurrección” que convocó a 7.000 llaneros, muchos en armas.
En el libro Los retos del posconflicto: justicia, seguridad y mercados ilegales (Ediciones B, 2016), los investigadores León Valencia y Ariel Ávila recuerdan que en “los territorios como Arauca “los fundadores de las insurgencias fueron campesinos colonizadores que huían de la violencia bipartidista y buscaban un lugar en el cual reconstruir sus vidas”.
Esa colonización empezó en la región del Sarare, en 1963, a través del Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora) y con apoyo del Banco Mundial. Con el proyecto Arauca Uno, el gobierno buscaba instalar en 100.000 hectáreas a 5.000 familias provenientes de los Santanderes y de otros departamentos como Quindío, Cundinamarca, Tolima y Boyacá. “Con el correr de los años, la precariedad de la acción estatal y la reproducción de las lógicas de exclusión que habían dado origen y alimentaban el conflicto del que huían fueron evidentes”, concluyen Valencia y Ávila. Y señalan que “entre los colonos se encontraban los hombres que crearían el Frente Domingo Laín Sáenz, del Eln”, la principal fuerza bélica de esa guerrilla. Un proceso alimentado por la creciente desconfianza entre los campesinos y la institucionalidad, a quienes las inundaciones invernales y las protestas sociales sin solución a los pliegos de peticiones separaron cada vez más mientras los ejércitos ilegales ejercían funciones de para-Estado.
El Eln y las Farc terminaron consolidándose en Arauca a partir de los años 70, el primero en busca de refugio luego de recibir el llamado golpe de Anorí por parte del gobierno en Antioquia y el segundo por una orden de expansión territorial. Los dos atraídos por una región aislada y con doble potencial: la frontera con Venezuela y los nacientes cultivos de marihuana y coca, a su vez generadores de economías ilegales en las que los campesinos marginados encontraron alternativas de ingresos que se mantienen hasta hoy. Al conflicto Ejército-guerrillas se sumaron, en los años 80, carteles del narcotráfico y grupos paramilitares.
Esto a pesar de que como corresponsal de guerra vi varias veces en batallones del Ejército Nacional planes recreados en cajones de arena para frenar el dominio del Eln y la acción de las Farc en la frontera con Venezuela para proteger la infraestructura petrolera creada por el descubrimiento del gran pozo de Caño Limón, en Arauquita, en 1983, con el oleoducto que lleva el crudo hasta Coveñas, puerto del mar Caribe.
Fui testigo, por ejemplo, de la presentación del Batallón Contraguerrillas N.° 7 Héroes de Arauca (en alusión a los araucanos que lucharon en la guerra independentista junto a Simón Bolívar) como parte de la Séptima Brigada del Ejército, en septiembre de 1990. Eso no impidió que la extorsión y el secuestro en torno “al tubo” se convirtieran en las principales fuentes de financiación de esas guerrillas, en especial del Eln. Ya se había denunciado en Arauca la existencia de una base del grupo paramilitar llamado Muerte a Secuestradores.
Volví a la zona como reportero de la revista Cambio y de El Espectador hasta que en noviembre de 2009 se creó la Octava División del Ejército, respaldada por nuevas brigadas móviles y fuerzas especiales, para mantener bajo control a “departamentos estratégicos” como Arauca. Pero el conflicto se mantenía entre ataques y repliegues.
Aparte de los crímenes de las guerrillas, incluidos permanentes asesinatos, secuestros y desplazamientos forzados de pobladores, estos teatros de guerra han causado catástrofes como la ocurrida el 13 de diciembre de 1998 a raíz de combates entre las Farc y las Fuerzas Militares en el caserío Santo Domingo, del municipio de Tame, que causaron la muerte de 17 personas, incluidos seis niños, por acción de seis bombas que cayeron sobre la población civil. El resultado de una operación aerotransportada en la que participaron militares estadounidenses con el respaldo de la Fuerza Aérea Colombiana y tropas del Ejército Nacional, por la que la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano ante violaciones al derecho internacional humanitario.
En 1999, tres indigenistas estadounidenses fueron secuestrados y asesinados por las Farc en esta frontera con Venezuela, causando el rompimiento de los diálogos de paz que esa guerrilla adelantaba con el gobierno. Por los mismos días el fundador de las Autodefensas Unidas de Colombia, Carlos Castaño Gil, anunció el despliegue de ejércitos paramilitares hacia Arauca para enfrentar a las guerrillas y en los sumarios sobre el desangre causado se cuenta que los asesinos fueron entrenados en “escuelas de formación selvática” que operaban en tres municipios araucanos bajo los nombres de La Gorgona, Cachamas y La Roca.
Dice el fallo condenatorio contra miembros del Bloque Vencedores de Arauca: “El discurso ‘antisubversivo’ predicado por las estructuras paramilitares fue utilizado para encubrir el accionar deliberado contra la población civil, quien, por encontrarse en circunstancias de vulnerabilidad y exclusión social, era tildada arbitrariamente de informante, colaboradora, auspiciadora o parte de los grupos armados subversivos, convirtiéndose en objetivo militar y víctimas de homicidios, desplazamientos forzados, torturas, desaparecimientos y crímenes sexuales, entre otras graves violaciones a los derechos humanos”.
Un ciclo de violencia similar causó la primera guerra entre el Eln y las Farc por intereses sobre el narcotráfico regional desde 2004 hasta septiembre de 2010, cuando acordaron una tregua y se aliaron contra sus enemigos repartiéndose el territorio, lo que les permitió la subsistencia basada en contrabando y extorsión hasta que las Farc firmaron la paz con el Gobierno hace cinco años y surgieron disidencias que ahora combaten al Eln.
En el libro de Valencia y Ávila, los campesinos opinaron que las guerrillas dejaron otra vez a las Fuerzas Militares “en desventaja táctica” y recuperaron el control armado sobre la población, a la que “ajustician” cuando quieren acusando a cualquier ciudadano por “desobediencia” o por ser informante de la fuerza pública.
Viven agobiados y sin las necesidad básicas resueltas. No creen en el Estado, en los políticos ni en la guerrilla. Para ellos imaginar la paz hoy parece más difícil que nunca, pues debe incluir al tiempo a las Farc y al Eln. Y para hacer más complejo el escenario, las antiguas Farc ahora están divididas entre la Nueva Marquetalia, al parecer aliada con los elenos, y la enemiga disidencia comandada por Gentil Duarte, con quienes se están matando a sangre fría o en combate. “Lo más doloroso es que es una guerra entre parientes”, le dijo a El Espectador Luis Eduardo Celis, analista y asesor de la Fundación Paz y Reconciliación. La Defensoría del Pueblo había advertido la tragedia humanitaria, pero sus alertas no fueron oídas y ahora las cifras por desplazamiento masivo de campesinos crecen por centenares.
Ese recuento nos trae hasta 2022, cuando el general en retiro Alejandro Navas, excomandante del Ejército Nacional, cumple las funciones de gobernador de Arauca, porque en octubre del año pasado fue capturado por la Fiscalía General de la Nación el gobernador José Facundo Castillo Cisneros, bajo cargos de asociarse con el Eln para defraudar a la administración del departamento entre 2012 y 2015 y luego desde 2020 hasta ahora. Su antecesor, Ricardo Alvarado (2016-2020), fue detenido con la misma acusación.
Investigadores sociales, como el economista Luis Jorge Garay Salamanca, han estudiado la magnitud de la corrupción a la que la guerra llevó a esta región de casi 24.000 kilómetros cuadrados y 300.000 habitantes. Elenopolítica: reconfiguración cooptada del Estado en Arauca, el libro que Garay publicó, en 2017, junto a Eduardo Salcedo y Natalia Duarte, es la demostración de cómo un ejército ilegal corrompe y manipula la administración pública sin que las autoridades legales pudieran impedirlo. Las Farc y los paramilitares no se quedaron atrás logrando rédidos similares.
¿Qué hacer? Esta semana, el presidente Iván Duque envió dos batallones —con los que completan casi diez mil militares en Arauca— para garantizar la seguridad de la población civil, que salió a las calles de veredas como Botalón y pueblos como Tame a pedir que el Estado los proteja y les brinde a los jóvenes opciones de vida distintas a militar en alguno de los bandos en guerra. “Estaremos fortaleciendo la inteligencia y contrainteligencia en el departamento de Arauca y estaremos ampliando la capacidad de supervisión helicoportada y también aerotransportada; estaremos utilizando los equipos de drones”, dijo. Y atribuyó la violencia de los últimos tiempos a Venezuela como resultado de “la connivencia y la protección que les ha brindado el régimen dictatorial de Nicolás Maduro a esas estructuras criminales”.
Repaso los videos de las marchas blancas de esta semana, lideradas por la juventud que sueña con un futuro pacífico. Mayerly Briceño, una de las voceras, dijo a este diario: “Vivimos con miedo y creemos que la solución no es militarizar. Lo que necesitamos es una presencia real del Estado”.
FUENTE: EL ESPECTADOR