agosto 19, 2021
LA POBREZA MENSTRUAL NO ES SOLO UN TEMA ECONÓMICO
La playa es café, casi negra, no es blanca. Es ancha porque el mar Pacífico tiene mareas que suben y bajan largas distancias. El Golfo de Tribugá cogió fama -y Colombia se percató de que semejante grandiosidad existía en su territorio- cuando estuvo en riesgo por cuenta de un puerto cuya construcción hubiera sido una catástrofe ambiental y social sin precedentes. La resistencia de las comunidades del Golfo son ejemplo para el país.
Son varios municipios de dos o tres sílabas que costean el Golfo; entre ellos está Arusí. Tiene aproximadamente 600 habitantes, un colegio y una academia de surf. Los hoteles y hospedajes que lindan en esta costa han logrado, en su mayoría, convivir en armonía con la comunidad y construir acuerdos de convivencia y mutua cooperación por el cuidado de la naturaleza que los abraza.
Ahí, cerquita a esa playa de arena oscura, está una casita de madera: el satélite de Arusí del Costurero del Golfo. Cuando llegó la pandemia, y con ella la pérdida de trabajo e ingresos, se reunieron las mujeres arusiseñas y de otros corregimientos para aprender a coser, tejer y confeccionar en búsqueda de fuentes alternativas de ingresos. Fueron conformando satélites en Partadó, Termales, Coquí, Joví y esta casita, que es la de Arusí.
Un colectivo de mujeres, Casa Múcura, ha estado acompañando este y otros procesos comunitarios que rescaten y potencien los saberes y recursos locales para crear proyectos productivos.
¿Por qué es importante que las mujeres se unan? “Profe, para tener más fuerza”. ¿Pero para qué? “Para enfrentar todo lo que nos pasa”. ¿Y qué es lo que les pasa? “Lo que tenemos que vivir y lo que sufrimos”. ¿Y qué es lo que sufren? “Eso de ser ‘mujé’”.
“Eso de ser mujer” es sinónimo de que nos pasen cosas; es sinónimo de que sufrimos; es sinónimo de que necesitamos apoyo. Lo escribo en primera persona plural con la importante anotación de que jamás lo que “les pasa” y lo que “sufren” mujeres afro, indígenas, migrantes, de identidades diversas, de comunidades de mayor vulnerabilidad, o rurales puede compararse con lo que vivimos mujeres blancas privilegiadas de la ciudad.
Esto puede que sea cliché y repetido en enemil espacios, pero vale la pena recordarlo. Las mujeres nos hemos tenido que unir para sobrevivir. Y ha sido precisamente en esos espacios entre nosotras, sin la presencia de hombres, que nos hemos dado cuenta de que compartimos esas “cosas que nos pasan“, que “lo que tenemos que vivir y lo que sufrimos“ también lo vive y lo sufre la otra. Y que no debería ser así.
Gracias a esos encuentros es que tenemos derechos, pues nosotras, a diferencia de los hombres, tuvimos que luchar por ser reconocidas como sujetos de derechos. Aún seguimos en esas.
Uno de esos espacios históricamente femeninos, desde antes que iniciara la industria textil, son los costureros. Coser, tejer, confeccionar han sido oficios relacionados con lo doméstico, con lo de la casa, con las labores de cuidado para otros: un oficio femenino.
Fue en esos costureros caseros que muchos colectivos y movimientos políticos femeninos surgieron. Y siguen surgiendo. Pues tejiendo, cosiendo y bordando para vestir a otros surgen conversaciones de los dolores y sufrimientos que compartían.
Además, esa labor, permitió a algunas mujeres emanciparse económicamente del hombre. Ese acto de tejer, hilar, bordar es una forma de sanar, de sostener y de transformar para muchas de nuestras etnias.
De hecho, en ejercicios de reparación a víctimas del conflicto armado, el acto de tejer ha sido retomado para narrar, guardar memoria y sanar heridas compartidas. Con la industria textil y su exponencial crecimiento, la gran industria de la moda ha explotado a las mujeres de fábricas con salarios muy bajos y condiciones miserables.
El Costurero del Golfo tiene un potencial enorme de incentivar la emancipación económica de las mujeres, de organizarse, de capacitarse y de autoreconocerse, y construir un ser mujer en colectivo.
Una de esas cosas “que nos pasan” es que menstruamos.
Por fin el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane) reconoció que se debían recoger datos y cifras con enfoque de género, y sobre la gestión menstrual como un ámbito importante para indagar.
Los últimos resultados del Pulso Social del Dane nos cuentan que el mes pasado por lo menos a 748 mil mujeres en Colombia se les dificultó adquirir productos de higiene menstrual (mejor nombrado “autocuidado menstrual”, pues no hay nada sucio que higienizar de la menstruación).
Un paquete de toallas higiénicas, usado por el 95 por ciento de las mujeres según el Dane, cuesta entre 7.500 y nueve mil pesos. Esto representa un gasto significativo, pues cerca de 21 millones de personas viven con menos de 330 mil pesos al mes, afectando, como siempre, a las mujeres migrantes, habitantes de calle y mujeres rurales, como las del Golfo.
Por esto fue que allá llegamos. Las mujeres del satélite de Arusí convocaron a 100 jóvenes y mujeres de los corregimientos aledaños para tener encuentros de educación menstrual de tres horas durante cinco días y complementarlos con unos talleres, con la marca de calzones absorbentes Somos Martina, sobre confección de toallas de tela absorbentes para una gestión menstrual ambiental y económicamente sostenible.
Hay algo que el Dane no midió, y es que la pobreza menstrual no es solo no tener acceso a productos de autocuidado menstrual; es no tener educación menstrual.
“No se puede poner tampón si es señorita, porque eso rompe la telita de la virginidad”; “la sangre menstrual es sucia, es sangre podrida”; “por allá dentro el tampón se va a perder”; “no, no se puede uno tocar ahí, eso es pecado”; “¿hacemos pipí por el mismo hueco por donde menstruamos?”; “¿se puede bañar una mujer cuando tiene la menstruación?”; “¿la sangre menstrual puede enfermar al hombre?”; “no se puede cocinar cuando se tiene la regla, ni entrar al culto”.
Estas son algunas de las frases y preguntas que reiterativamente he escuchado de las ya más de 1.500 jóvenes y mujeres con las que he trabajado.
La inmensa mayoría de las mujeres en comunidades no se atreven a usar un tampón, aunque se lo regalen, porque es “corrompición”, o porque se cree que se pierde dentro de la vagina, o porque “les va a atravesar el útero”. Porque se mueren de miedo. El desconocimiento genera miedo. Y no es su culpa; así aprendieron de sus mamás, y ellas de sus abuelas, y ellas de sus tatarabuelas.
No hay instrucciones ni diagramas que desvirtúen esos miedos y barreras invisibles. Solo una educación con la suficiente sensibilidad y enfoque comunitario que reconozca esas creencias no desde la ignorancia, sino desde el silencio y tabú que nos ha nublado por muchos años. Demasiados años.
Con el “boom” de la copa menstrual, por ejemplo, ha habido muchas marcas, fundaciones e iniciativas de donar grandes cantidades de copas menstruales a comunidades precarizadas. En Arusí pasó.
Varias mujeres, después de nuestros encuentros, nos confesaron que tenían esas copas escondidas por allá entre otros merequetengues, empolvadas o incluso ya las habían botado. Pero que ahora que sí conocían y entendían su cuerpo, querían usarlas. Y que ahora que entendían que no es sangre que deba ser higienizada, pues no es sucia, no les daría asco usar toallas de tela como hacían sus ancestras.
El Estado puede, si quiere, decretar que les regalen a todas las mujeres del país copas menstruales o toallas de tela reutilizables, pero mientras no haya una educación pertinente que lo acompañe esa platica se pierde y la pobreza menstrual sigue igual.
Voy a ser un poco más clara con la dimensión e importancia que tiene esto: la mitad de la población mundial o está menstruando o va a menstruar o ya dejó de menstruar. La mitad. En promedio menstruamos 2.700 días en nuestra vida.
Eso, en años, es igual a 7,4 años seguidos menstruando. No es poco. Atraviesa nuestro cuerpo, nuestras emociones, nuestra economía, nuestra salud, nuestras relaciones, nuestras decisiones sexuales y de reproducción, nuestra espiritualidad. La gestión menstrual es íntima, es económica, es ambiental.
No se trata solo de tener el dinero; se trata de poner en la agenda pública que la menstruación es un asunto político. En la Sentencia T-398/19, la Corte muy bien reconoció que una de las cuatro concidiones del derecho a la Salud Menstrual es “la educación que permita comprender los aspectos básicos relacionados con el ciclo menstrual y cómo manejarlos de forma digna y sin incomodidad alguna”.
Ahora los satélites de Arusí y de Coquí tienen una cartelera colgada encima de una de sus cuatro máquinas de coser, con el órgano sexual femenino y la descripción de la función de cada una de sus partes. Para siempre recordarles que “eso que nos pasa” no debería ser fuente de sufrimiento ni vergüenza y que, al conocerla, se puede cuidar.
FUENTE: LA SILLA VACIA