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julio 30, 2021

Tantas veces me mataron. Violencia sexual en Iraq y Colombia


Colombia e Iraq están casi en las antípodas geográficas y culturales, sin embargo tienen mucho en común. En estos dos territorios la declarada ausencia de guerra no significa paz, por el contrario, persiste un continuum de violencia sexual hacia las mujeres de sus pueblos. “¡Cantamos sin miedo, pedimos justicia!”, gritan las colombianas; del otro lado del mundo responden en árabe: “¡No, no no, no digan que es vergonzosa, la voz de la mujer es una revolución”. Escribe Carolina Bracco.

¡Hágale lo que quiera!, le grita a uno de sus compañeros un agente del Escuadrón Móvil Anti Disturbios (Esmad) de Colombia—fuerza que se promociona a sí misma como “la familia”— . Los agentes cortaban una calle en Acacías por la que intentaba pasar un grupo de mujeres. Casi al mismo tiempo, en la Plaza de la Liberación del centro de Bagdad, en Irak, las jóvenes que se plantaban ante fuerzas de seguridad iraquíes eran señaladas de inmorales e incluso de putas por participar de las manifestaciones antigubernamentales. “¡Cantamos sin miedo, pedimos justicia!”, gritan las colombianas, del otro lado del mundo responden en árabe: “¡No, no no, no digan que es vergonzosa, la voz de la mujer es una revolución”. 

Estos dos países, en apariencia distantes y sin nada en común, atraviesan un continuum de violencia y, aunque en ambos se ha declarado la ausencia de guerra esto no ha significado la paz, mucho menos para las mujeres. Sus cuerpos han sido frontera, botín de guerra, territorio de combate. Sobre ellas se inscribe hoy como ayer el poder, se ejerce la autoridad del patriarcado y la violencia sexual está normalizada. Ello se enclava en una práctica nefasta que, por supuesto, no se limita a las experiencias colombiana e iraquí pero que en ambos territorios ha desarrollado una relación compleja a partir de los conflictos internos armados y que está fuertemente arraigada en el colonialismo, el patriarcado, el capitalismo y su arma de destrucción masiva: el Estado nación, sus burguesías y sus tradiciones inventadas. Y las tradiciones, sabemos, se marcan a fuego y con fuego en los cuerpos de algunas mujeres. Porque hay cuerpos de mujeres que son más violables, desechables, mutilables que otros. 

“Y las tradiciones, sabemos, se marcan a fuego y con fuego en los cuerpos de algunas mujeres. Porque hay cuerpos de mujeres que son más violables, desechables, mutilables que otros”. 

La ocupación militar de los cuerpos femeninos

Es sabido que hay una conexión inmediata entre la militarización de la sociedad y el aumento de la violencia de género y esto sucede en todos los lugares del mundo: el militarismo favorece a que el patriarcado se radicalice. En contextos donde el Estado es débil y las instituciones están deslegitimadas, como sucede en estos dos países, la violencia tiende a privatizarse y las organizaciones armadas jerárquicas se abrogan el legítimo derecho a violar, asesinar y esclavizar. Guerrillas, paramilitares, ejércitos oficiales, bandas mafiosas, narcos, milicias islamistas, ejércitos extranjeros liberadores. Todos con la consigna de conquistar y violar. Y hay recompensa: no sólo se los premia con la impunidad sino que además hay una especie de fascinación morbosa con los perpetradores: es más probable que hayamos visto una película o serie mainstream sobre las FARC o el Estado Islámico que sobre las mujeres prisioneras en la infame cárcel de Abu Ghraib, violadas por policías iraquíes y soldados estadounidenses, o sobre las niñas violadas por las fuerzas de ese país del norte en el marco del Plan Colombia, o sobre las esclavas sexuales de los paramilitares. 

Para las víctimas, romper el silencio implica siempre exponerse a la estigmatización y a la revictimización, como muestra el caso de la periodista colombiana Jineth Bedoya a quien se le tomó declaración más de doce veces sin iniciar investigación alguna sobre su caso.https://www.youtube.com/embed/MXKkkhOCORE?feature=oembed

La guerra exacerba las características de la masculinidad hegemónica (control de las emociones, heterosexualidad obligatoria, deseo de dominio sobre los otros) ya que brinda la posibilidad de obtener un capital simbólico otorgado por las armas, los uniformes y las jerarquías. Allí la violencia sexual opera como un mecanismo para reafirmar la virilidad donde los cuerpos de las mujeres, las infancias y disidencias son instrumentalizados para infundir terror o demostrar poder.  Muchas veces se piensa a la violencia sexual en contextos de guerra como una forma de dominación sobre la población civil y el control de los cuerpos, y se naturaliza la violencia contra las mujeres y las disidencias como oportunista e inevitable. Sin embargo, también se trata de una violencia que busca aislar y aniquilar a las personas, a las comunidades y controlar sus vidas. O, mejor dicho, regulan la vida y la muerte de las poblaciones que ya no pueden decidir sobre sus cuerpos. Es un arma incorpórea: sólo se ve en el cuerpo que marca. Y ese es justamente su objetivo, marcar. En cualquier contexto rompe el tejido social; aunque no tengamos “crímenes de honor” hay igualmente códigos no escritos y que se relacionan directamente con el control de la sexualidad femenina. 

Mural en Bagdad. Foto: Sofía Barbarani – Al Jazeera

Iraq y un extraño concepto de libertad

En Iraq, el contexto de violencia generado por la invasión estadounidense en abril de 2003 provocó la fragmentación de la sociedad, convertida en sectores que exigían lealtad. En este contexto, la violencia sexual aumentó, ya no había un dictador sino un montón de pequeños dictadores. El régimen de Saddam Hussein (1979-2003) si bien había instrumentalizado la religión era ampliamente secular; por lo que el fenómeno de las milicias islamistas era completamente nuevo y su finalidad era la misma que en el contexto colombiano: usar el género y a la mujer para marcar límites.

Gracias a la bloguera iraquí que escribía con el seudónimo de Riverbend supimos que fue a partir de la ocupación estadounidense y el caos desatado por la falta de seguridad y no antes que las mujeres ya no pudieron salir solas a la calle. El 23 de agosto de 2003 escribía: “Soy mujer y soy musulmana. Antes de la ocupación, me vestía más o menos como yo quería. Vivía con jeans y pantalones de algodón y unas camisas cómodas. Ahora no me atrevo a salir de casa con pantalones. Una pollera larga y una camisa suelta (preferentemente de mangas largas) se ha convertido en algo necesario. Una chica que se ponga jeans se arriesga a ser atacada, raptada o insultada por los fundamentalistas que han sido… ¡liberados!”. 

“Una chica que se ponga jeans se arriesga a ser atacada, raptada o insultada por los fundamentalistas que han sido… ¡liberados!”

Nadje al Ali, académica y activista feminista de origen iraquí, con quien comencé a reflexionar sobre las posibles similitudes e intercambios entre América Latina y Medio Oriente me comentó que “la representación que históricamente se ha hecho de Medio Oriente como si fuera una región que se mantiene sin cambios por su cultura y su tradición naturaliza el surgimiento de grupos islamistas como el Estado Islámico. Se usa a las mujeres y a las relaciones de género para argumentar que el mundo ¨occidental es pretendidamente más civilizado, defensor de los derechos humanos, progresista, etc. Si bien hay cuestiones estructurales que justificarían esta percepción que tienen que ver con las desigualdades en el acceso a los derechos y las formas más extremas como los crímenes de honor y la normalización de la violencia de género, esto no es algo que sucede solamente en Medio Oriente, pero que sí siempre se remarca en relación a esta región y por eso se la suele asociar inmediatamente con estas características. Sin embargo, el crecimiento de la derecha en todo el mundo hace que tengamos que desafiar el excepcionalismo con el que asocia a Medio Oriente porque estos movimientos de derecha que son extremistas, antifeministas, homofóbicos, los vemos en todo el mundo. Esta polarización entre movimientos progresistas que cada vez más ponen en el centro los temas relacionados al género y la sexualidad y los movimientos de derecha, que también ponen estos temas en el centro se está dando en todo el mundo”. 

Colombia y un extraño concepto de paz

Esta puja, de la que podemos dar fe las feministas que recibimos cotidianamente mensajes de odio y amenazas de violación también se filtró en el debate por la votación del plebiscito por los Acuerdos de Paz de 2016 en Colombia que se anunciaron como los primeros, a nivel mundial, que incluirían un enfoque de género transversal. El mismo, reconocía que las mujeres y la comunidad LGBTI habían sido víctimas del conflicto de forma diferenciada señalando a la violencia sexual como delito de lesa humanidad así como cuestiones relativas a la propiedad de la tierra y la promoción de la participación en los espacios de representación. A pesar de las limitaciones del enfoque —que no proponía un cambio radical en el concepto de sexo-género— se inició una campaña desde los sectores más conservadores que alertaban una avanzada contra la familia tradicional y los principios religiosos. A la cabeza de esa campaña estaba el senador y ex presidente Álvaro Uribe, padrino político del actual presidente Iván Duque. A pesar del triunfo del no en el plebiscito, las FARC se desarmaron, pero no ha habido paz en Colombia para las mujeres: la policía abusa de las manifestantes, el ejército sigue violando a niñas indígenas y en este 2021 hubo hasta mayo 258 femicidios.

Aquí y allá las mujeres no van a la guerra, la guerra va hacia ellas: las mutila, las viola, las compra y vende, les quita su humanidad. Unas mueren, otras no. Pero todas sobreviven en nuestra memoria. Pueden borrarlas, desaparecerlas, enterrarlas. Pero van a seguir cantando.

FUENTE: LATFEM


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