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junio 16, 2021

La maestra antioqueña que hurgó la tierra hasta encontrar a su hermano


Betty Loaiza resistió desde su escuela rural mientras la desaparición de líderes se convertía en una táctica común de los grupos armados en San Carlos, Antioquia. Cuando el turno fue para su hermano Iván, empezó a acumular una década buscando pistas pacientemente.

Por los caminos de San Carlos, Antioquia, parece que nunca se hubiera escuchado el eco de las balas. Los niños se bañan en las quebradas y cascadas, los campesinos siembran en tierras fértiles, los perros juegan afuera del cementerio y en los graneros, farmacias y cantinas, la gente saluda a los extraños. Sin embargo, tan extrema fue allí la violencia, que en ese pueblo del noroccidente de Colombia ni siquiera alcanzaron a contar a sus muertos.

Al menos seis grupos armados hicieron presencia entre 1998 y 2005, los años en que el conflicto armado fue más agudo. Llegaron con tropas, fusiles, granadas y cilindros. Algunos se disputaban el bien más preciado de San Carlos: el agua; otros querían ganar el control del territorio, y otros más, fanáticos de una ideología, líder o corriente, se obsesionaron con arrebatarle el poder a unos o a otros.

Lo cierto es que durante esos años, guerrillas, paramilitares y Ejército participaron en 33 masacres. El homicidio, el uso de minas antipersona, el secuestro, las amenazas, el despojo y el desplazamiento fueron otras de sus macabras tácticas. De hecho, el Centro Nacional de Memoria Histórica reportó que más de 18 mil personas huyeron de San Carlos en ese lapso, mientras los que se quedaron soportaron toques de queda, enfrentamientos, bombas y requisas para proteger su historia y la de sus familias, o desaparecieron.

En total, dice el Registro Único de Víctimas, 869 personas desaparecieron forzadamente en San Carlos. “Pueden ser más”, advierte Betty Loaiza, una maestra, de las pocas que se quedaron en una escuela del pueblo cuando sobrevivir se volvió más importante que aprender números y letras.

Su escuela, la de la vereda de Vallejuelo, fue la única de ese municipio que nunca cerró. “Siempre había algún valiente que fuera a acompañar a los niños, mientras las otras instituciones, o tenían que clausurarse porque todos los estudiantes de la vereda se habían desplazado, o los profesores no podían ir a abrirla”, cuenta.

Llegar a la escuela no era sencillo. Betty encontraba a los niños llorando, diciendo “profe, es que se llevaron a papá”, “profe, es que anoche se nos robaron las vacas”, “profe, es que nos va a tocar pegar para la ciudad”. Muchas veces no era posible dar clases.

Un día, por ejemplo, la comunidad de Vallejuelo estaba muy asustada. Se habían llevado a Chaparro, un líder que todos querían. “¿Por dónde fue?”, preguntó Betty, y llamó a los jóvenes de bachillerato y de quinto de primaria, agarraron los machetes de la huerta y cogieron monte en busca del líder. “Caminamos como cuatro horas y regresamos con las manos vacías. Solo alcanzamos a encontrar la chamarra blanca de Chaparro, pero de él, ni el rastro”, recuerda la maestra.

FUENTE: EL ESPECTADOR


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