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octubre 29, 2020

Los hijos que esperan en Colombia las cenizas de su madre


Relato de una mujer que no pudo despedir a su madre, fallecida en España en plena pandemia.

28 de marzo de 2020. El teléfono sonó. Amanda*, con un temor que le revolvía la boca del estómago, sospechó lo que ya era un hecho. Su hermano lo había vaticinado dos horas antes en una llamada que se interrumpió de manera abrupta y la dejó angustiada. “Mamá se puso muy mal, la trajimos al hospital. Te llamo en un rato”. La espera se había prolongado, pero llegó la dolorosa certeza. “Mamá murió”, escuchó de boca de su hermano, que le hablaba, con la voz entrecortada, a miles de kilómetros de distancia. El cuerpo se le paralizó; sintió deseos de correr a abrazarla, pero no podía.

***

Amanda nació a finales de los 70, en una familia del barrio Marsella, en Bogotá. Estudió Trabajo Social y se describe a sí misma como una apasionada por enseñar a otras personas. Es la menor de cuatro hermanos, fruto del matrimonio de Flor* y Gonzalo*, el cual, según cuenta, se concretó en medio de fiestas de amigos y salidas al parque de la capital.

Ramón*, su hermano mayor, decidió viajar a España en 2001, con la esperanza de un futuro mejor para él y los suyos. Allí se radicó, se casó por segunda vez y persiguió el sueño de prosperar, como tantos colombianos y colombianas en el extranjero. Pronto fue encontrando una vida mejor, y sus padres y hermanos, sorteando todo tipo de dificultades, podían viajar ocasionalmente para visitarlo y, de paso, disfrutar la experiencia de conocer otro país.

Así fue a inicios de este año, cuando Gonzalo y Flor, por voluntad de sus hijos, pasaron unas semanas en San Isidro, un barrio de Madrid, donde residía su hijo. Flor llevaba un par de años con molestias constantes en el pecho y una dificultad para respirar. Sus hijos creían que viajar le sentaría bien a su salud. “Decía, en un tono jocoso, muy propio de ella, que un día se le iba a salir el corazón de tanto extrañar ver a su familia unida ‒recuerda Amanda‒. Mi mamá era fuerte, pero yo creo que nunca terminó de aceptar que la familia prácticamente estuviera repartida en dos continentes”.

Era finales de marzo. El mundo ya enfrentaba la contingencia del covid-19; España entera estaba confinada, y Colombia, también en cuarentena, había decidido cerrar todas sus fronteras. Los límites físicos se hacían aún más lejanos. Flor empezó a sentirse mal. Su familia descartó el coronavirus, pues, aseguran, todos acataron las medidas de prevención, y a la fecha a ninguno le han diagnosticado el contagio. Pero cuenta Ramón que a su mamá “le empezó a faltar la respiración; se ahogaba mucho. Pidió que la lleváramos a un médico, pero teníamos miedo porque en las noticias solo se hablaba de un colapso sanitario”.

Mi mamá decía, en un tono jocoso, muy propio de ella, que un día se le iba a salir el corazón de tanto extrañar ver a su familia unida

4:30 de la tarde. Madrid (España). Familiares angustiados sacan a Flor de su casa, casi inconsciente, en un carro, rumbo al hospital más cercano. Entre tanto, al otro lado del Atlántico, en Bogotá (Colombia), 10:30 de la mañana, Amanda ayudaba a sus hijos con su tarea y atendía una llamada de una vieja conocida con quien se reencontró a través de Facebook. “Yo he contado varias veces esto, y la gente parece que no me presta mucha atención, pero en ese momento, mientras yo hablaba por teléfono, sentí una pesadez en todo el cuerpo; era algo que sentía mucho en el pecho”.

“Algo”, dice Amanda, y lo describe así, con ambigüedad, varias veces. En medio de su relato, se queda en silencio unos segundos y conjetura que quizás ese ‘algo’ se trataba de una alerta que venía de la conexión especial que tenía con su madre, y de la cual atestiguan sus propios hermanos. Una unión que, según cuenta, provocaba, por ejemplo, que ambas se despertaran sobresaltadas a mitad de la noche a la misma hora y que en ocasiones, como esta, las alertaba cuando la otra no estaba bien.

“No sé si era porque yo soy su única hija mujer o porque soy la menor, pero siempre, desde muy pequeña, sentí esa conexión”, relata, y al instante se le atraviesa un recuerdo. Asegura, sin temor a que su interlocutor se muestre escéptico, que cuando tenía 8 años su madre la rescató de extraviarse. “Yo salía todas las mañanas para el colegio con mis hermanos. Nos íbamos en bus, y mi mamá se quedaba en casa todo el día haciendo los quehaceres. Un día, mis hermanos, por la cantidad de gente y el afán, me olvidaron y yo me quedé en el bus. Ni cuenta me di (risas)”.



El bus siguió su trayecto habitual hacia el centro de la ciudad. En un momento, Amanda se percató de la ausencia de sus hermanos y se asustó. De inmediato, dice, se bajó y quedó sola e inmóvil en la mitad de una calle empedrada. Años después, cuando su consciencia ya le permitía calibrar en su totalidad el riesgo de estas situaciones, su madre le contó que esa mañana, desde muy temprano, ella sintió una punzada en el abdomen. “Una alerta de las entrañas”, comenta, parafraseando a su madre.

Intrigada por esa alerta, Flor decidió llamar al colegio, donde sus otros hijos ya lamentaban la gravedad del descuido. La madre, dejando de lado el temor natural que la había invadido, le colgó a la directora, quien desde el otro lado de la línea se desataba en disculpas y promesas de encontrar a la hija extraviada. Flor, de inmediato, pensó rápido. Sus hijos cuentan hoy que tomó el mismo bus y se mantuvo atenta durante el trayecto. “Una vez me dijo que ella iba diciendo mi nombre en la mente, como pidiendo que no me moviera de donde estaba, aunque ella no supiera dónde era eso”, dice Amanda.

Finalmente, la madre encontró a su hija en una esquina en compañía de una mujer mayor que le había preguntado dónde estaban sus padres y que trataba de resolver qué hacer con ella. Amanda cuenta que lo que más recuerda de ese momento es el abrazo que se dio con Flor. “Yo estaba muy asustada. Tocarla, sentir los brazos de mi mamá, verla llegar corriendo y saber que estaba ahí fue mi salvación. Me volví a sentir segura”.

Esa unión, que Amanda asemeja a un cordón umbilical que nunca se corta, se manifestaba así: el cuerpo de una reaccionaba cuando la otra podría estar enfrentando un riesgo, sin importar si la distancia entre ambas se medía en calles capitalinas o en kilómetros entre países. Por eso, el día final de su madre no fue la excepción.

Tocarla, sentir los brazos de mi mamá, verla llegar corriendo y saber que estaba ahí fue mi salvación. Me volví a sentir segura

“Al llegar al hospital, se demoraron en atenderla. Urgencias estaba a reventar”, recuerda Ramón. “Después de ingresar a mi mamá llamé a mis hermanos, que estaban en Colombia. A la última a la que le dije fue a Amanda porque sabía que era a quien le afectaría más. Estaba hablando con ella cuando una enferma me llamó con prisa y tuve que colgar”.

Dos horas después del ingreso, el organismo de Flor dejó de responder. El latido de su corazón bombeante se detuvo luego de años de batallar con complicaciones que, según sus hijos, ningún doctor pudo definir de qué se trataban. “Paro cardiorrespiratorio”, determinaron los médicos, y en ese momento la vida dejó de ser la misma en ambos lados del océano.

***

Luego del último suspiro de Flor vino la lamentable historia que se convirtió en regla para las familias golpeadas por la muerte en tiempos de coronavirus: por medidas de prevención, su cuerpo no pudo ser velado ni transportado a Colombia. Gonzalo, su esposo, y su hijo Ramón tuvieron que esperar cuatro días para recibir las cenizas; Amanda y sus otros hijos solo pudieron elevar su adiós desde la distancia.

“Cuando mi mamá murió, que fue la primera muerte importante en mi vida, me di cuenta de que el dolor más profundo de la ausencia es no poder tocar; no poder ver su cuerpo frente a mí. No podía pasarle la mano por la cabeza, coger su mano o besarle la frente, y yo sí sentía que necesitaba hacerlo para empezar a creer que su muerte era real”, cuenta Amanda, quien ahora asiste regularmente a terapia psicológica.

Sin embargo, en los meses que ha podido sopesar lo ocurrido, llegó a la conclusión de que ese no es el único dolor cuando se pierde a alguien tan querido. En sus palabras, “hay otros dolores, tal vez más profundos: el dolor de que no verá crecer a sus nietos, el dolor de que no volvió a ver a toda su familia reunida, el dolor de pensar que aún le faltaban cosas por vivir”. Y en medio de todo, dice, halló una verdad: “Esta sensación de vacío que lo acompaña a uno en el duelo, sobre todo desde la distancia, tiene que ver con la ausencia del cuerpo físico”.



Amanda recuerda que, luego de que se regó la noticia de la muerte de su madre, recibió decenas de llamadas, chats y mensajes de familiares, amigos y conocidos, quienes le insistían: “La vida sigue”, “Nos queda el consuelo de los recuerdos felices”, “Ahora es un ángel que nos cuida desde el cielo”, “Ella vive de alguna manera dentro de ustedes”. Pero lo cierto es que ninguna palabra o gesto eran suficientes. La hija tuvo que improvisar un velorio representativo en la sala de su casa, con la presencia de su esposo y sus dos hijos pero la ensordecedora ausencia de su madre fallecida. Montó un altar con velas en la mesa de centro y puso un retrato de Flor en medio del fuego. Esa tarde rezó varias veces el rosario en su memoria.

Días después, Ramón envió una fotografía al grupo de WhatsApp que tenían los cuatro hermanos. En la imagen se veía una caja color café, muy similar a las que se usan para guardar la joyería, pero esta tenía una cruz inscrita en la tapa de enfrente. “Las cenizas de mamá”, escribió. Amanda se derrumbó. De inmediato, le escribió en privado a Ramón y le pidió por favor una fotografía del contenido de la caja. Su hermano accedió.

Esta sensación de vacío que lo acompaña a uno en el duelo, sobre todo desde la distancia, tiene que ver con la ausencia del cuerpo físico

“Cuando vi la foto, me puse a llorar. Era la primera vez en mi vida que yo veía unas cenizas, y eran las de mi mamá. Para mí, esa no era mi mamá, sino un montón de huesos hechos polvo. Es muy difícil aceptar esa transformación del cuerpo a la nada, a ese polvo gris, y más cuando se está tan lejos, porque eso significó enfrentarme a la ausencia física; fue comprobar que, ahora sí, el cuerpo de mi mamá ya no va a volver nunca más”.

Los restos de Flor aún reposan en casa de Ramón, en España, a la espera de que el tráfico aéreo internacional se normalice. Para su familia en Colombia, la despedida permanecerá incompleta en tanto no puedan enterrar las cenizas de su matriarca en su tierra natal. Comentan, incluso, que en ocasiones sienten que, debido a esa ausencia, no han podido iniciar de lleno su proceso de duelo.



Varias veces, Amanda se ha cuestionado por la importancia de esa presencia física. Miguel*, su esposo, le regaló hace un par de meses ‘Lo que no tiene nombre’, un libro en el que la escritora colombiana Piedad Bonnett habla de la enfermedad mental de su hijo y del suicidio con el que él decidió poner fin a su sufrimiento. Amanda asegura que ese libro, que ha leído ya dos veces, le ha dado respuestas, o al menos pistas, sobre el duelo por la muerte de su madre.

En medio de su relato, pide una pausa para leer un fragmento que, según dice, resume bien su sentir actual. “La verdadera vida es física, y lo que la muerte se lleva es un cuerpo y un rostro irrepetibles”, lee del libro de Piedad Bonnett, con la voz ahogada en un sollozo. Y en seguida reitera cuánto extraña la esencia material de su madre: sus ojos bondadosos, su abrazo protector, sus carcajadas estridentes, su andar pausado, su ropa impregnada a jazmín. “No existirá nunca nadie como ella”.

Por lo pronto, Amanda se refugia en los recuerdos que comparte con su madre. Cuenta que reconoce en sí misma rasgos propios de Flor, como frases que ella decía con frecuencia y gestos que usaba al hablar, incluso a la hora de reprender a sus hijos. Ese es, por ahora, su consuelo y la manera como, dice, espera prolongar su conexión especial, ese ‘algo’ que ni la muerte misma pudo separar.

FUENTE: EL TIEMPO


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