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agosto 13, 2020

Mi cuerpo III


Él había conquistado un territorio sin dueño. Se apropió de todo: de mi cuerpo, de mi ‘mujereidad’.

Hasta los dieciséis años tuve cuerpo de niña. Era muy delgada y no se me habían redondeado los senos ni las caderas como a algunas de mis amigas que ya tenían novios y se acostaban con ellos. Yo sentía que con mi frágil figura preadolescente jamás iba a atraer a un muchacho. Sin embargo, me equivoqué: un hombre, doce años mayor que yo, se fijó en mí.

Recuerdo la primera vez que me vio. Yo había ido con mi familia a un concierto de Paco de Lucía, en el Teatro Municipal de Cali, y estábamos en platea. Mi hermana mayor alzó la mirada hacia el primer palco y saludó a un joven que, por esos días, la estaba invitando a salir. Me llamó la atención su compañero de silla porque tenía rasgos turcos, bigote y barba, y me miraba con una expresión de extrema perplejidad. Yo me había maquillado mucho, tratando de aumentarme los años, y debajo de los bluyines tenía otros, para no verme tan flaca. En esa época usaba brackets y el pelo muy largo, crespo y feroz como un animal rabioso. Me describo porque, si yo me hubiera visto a mí misma desde un piso más arriba, también me habría parecido una criatura bastante llamativa por lo insólita, pues no dejaba de ser una niña disfrazada de mujer. El ‘turco’ (recién divorciado) se las arregló para invitarme a tomar Alexanders junto con mi hermana y su nuevo amigo. Después de esa noche, y desafiando a mis aterrados padres, seguí viéndolo y me enamoré apenas mi mamá me advirtió: “¡Cuidadito te enamoras de ese hombre!”.

Mi cuerpo terminó de formarse entre las manos de aquel muchacho que yo veía como un tipo muy guapo, fuerte y poderoso porque tenía negocio propio y un Datsun rojo último modelo. Con él aprendí las primeras lecciones prácticas y específicas del patriarcado. Mi cuerpo sería enteramente suyo como el de una muñeca a la que él vestiría y desvestiría. Un cuerpo que él moldearía a su gusto (me alentó a ir al gimnasio) para poseerlo y protegerlo.

Él había conquistado un territorio sin dueño. De modo que se apropió de todo: de mi voz (él era el que hablaba, “sabía muchas cosas”, dominaba cuatro idiomas, él era el inteligente); de mis gestos (empecé a imitar los suyos); de mi vocabulario (comencé a decir groserías, como él) y de mi ‘mujereidad’, que se iba haciendo según su deseo. Mi cuerpo se transformaría, entonces, en un bello traje sobre medida que lo haría lucir su rango con orgullo. Así merecería ser amada.

Margarita Rosa de Francisco

FUENTE: EL TIEMPO


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