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abril 20, 2020

La herencia de los wayuus 16 años después de la masacre de Bahía Portete


Mientras se desmovilizaban los paramilitares en el centro del país, en La Guajira eran masacrados por uno de estos frentes. Desde entonces, la paz es tan escasa como el agua en este desierto.

El sacrificio

En abril de 2003, los paramilitares ya se pavoneaban armados por las comunidades aledañas a Bahía Portete, en La Guajira, tomaban whisky y habían asesinado a dos policías de la Dirección de Impuestos y Aduanas de Colombia (DIAN), con quienes departían en una cantina en Puerto Nuevo. Ese hecho sucedió en la tienda de la familia Everths Fince y, por eso, algunos de sus miembros fueron llevados a atestiguar en el caso. En octubre, los paramilitares fueron capturados y el 1º de febrero de 2004 asesinaron al menor de los hermanos Everths, el estudiante universitario Rolan, quien recibió los disparos por la espalda mientras iba a servirles una cerveza. A la señora Gregoria Mieles Medina, quien les alquilaba habitaciones a los de la DIAN, también la mataron ese día.

Allí empezó una nueva guerra para los wayuus. Ya José María Barros Ipuana, quien era un comerciante e indígena wayuu, les había advertido a los pobladores que él trabajaba con hombres foráneos y armados, amenazándolos para que, supuestamente, no se robaran la mercancía de contrabando que llegaba a Portete. Barros, conocido como Chema Bala, fue quien llevó al Señor del Desierto, quien también ordenó asesinar a Alberto, otro de los hermanos Everths.

La inspectora de Policía del municipio de Uribia en 2004, Débora Barros, hizo el levantamiento de sus primos, pero fue amenazada por el Señor del Desierto para que no denunciara los hechos, pues pronto llegarían para quedarse los hombres del Frente Contrainsurgencia Wayuu. Días antes de que ejecutaran la matanza, ante las amenazas, la líder Mariana Epiayú viajó a Maracaibo (Venezuela), desde donde hizo llamadas a Colombia para advertir a las autoridades sobre lo que estaba ocurriendo. Incluso, los líderes de Bahía Portete enviaron mensajes a la Defensoría del Pueblo y al Ministerio de Defensa, pero no fueron escuchados.

Desesperados por la inminencia del ataque, varios indígenas salieron a esperarlos en el camino para cazarlos. No obstante, el 19 de abril de 2004, recuerda hoy Yénifer Epiayú, todo fue un hecho macabro contra su familia. Ella tenía 25 años y había salido de Portete tres días antes. El 20 de abril pudo ingresar a recoger los cuerpos. Encontró a su abuela Margot Fince Epiayú maniatada sobre un ramal detrás de su rancho. Recogió el cuerpo y buscó más, pero solo encontró el brazo de una persona cuando abrió la puerta de un camión que estaba frente a la casa de Margot. Se llevó el cuerpo, porque los hombres del Señor del Desierto y Chema Bala habían advertido que si los enterraban en su pueblo, los sacarían para echárselos a los perros. Más adelante, rememora Yénifer, encontraron desmembrado el cuerpo de su tía Rosalba Fince. A la fecha, siguen desaparecidas Diana Fince Uriana y Reina Fince Pushaina. Tampoco se ha reconocido a quién pertenece el brazo encontrado.

La peregrinación

Como pudieron, enterraron los cuerpos que encontraron y luego empezaron una larga procesión de una semana, atravesando todo el desierto, hasta llegar a Castilletes, del lado venezolano. Después, llegaron a Maracaibo y se quedaron a las afueras de la capital del Zulia, donde fueron atendidos con comida y médicos. Según los registros de la Personería municipal de Uribia, 306 wayuus se desplazaron hasta esa ciudad, 284 se quedaron en la cabecera de Uribia y 260 se asentaron en Maicao (Guajira). Toda la comunidad wayuu de Bahía Portete quedó dispersa y las rancherías desocupadas. En septiembre de 2004, cinco meses después de la masacre, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) dictó proteger la vida de Mariana Epiayú, Carmen Cuadrado Fince, Débora Barros y Karmen Ramírez, lideresas del pueblo indígena wayúu, quienes siguieron recibiendo amenazas por parte de paramilitares comandados por Rodrigo Tovar Pupo, conocido como Jorge 40, quien comandaba el Bloque Norte de las Auc, del cual dependía el frente que perpetró la masacre “en colaboración con agentes del Estado”, dijo la medida.

Yénifer Epiayú, quien relata apartes de esta historia, también vivió un tiempo en Maracaibo y pudo estudiar pedagogía en las escuelas bilingües de wayuu y castellano que hay en esa ciudad. Por voluntad propia, cerca de cien líderes de esa comunidad retornaron a Bahía Portete, a finales de 2014, para recoger las ruinas que el tiempo dejó a su paso. Yénifer regresó en 2016, pero se quedó en la cabecera de Uribia para tratar de legalizar todos sus estudios y recuperar su identidad, pues cuando llegó a Maracaibo se cambió el nombre por temor a que los paramilitares la encontraran a ella y a otros líderes indígenas. Después de once años, en 2017 el Tribunal Administrativo de Cundinamarca falló a favor de las víctimas y condenó al Estado por desplazamiento forzado. Dicha sentencia ordenó la reparación económica de 490 indígenas; no obstante, dice el abogado David Iregui, encargado del caso desde la Comisión Colombiana de Juristas, después de que se empezaron a ejecutar los pagos, el Ministerio de Defensa ha presentado tutelas y frenado la ejecución.

En total fueron ocho los muertos que dejó la incursión de los hombres de Jorge 40, cuyos comandantes inmediatos en la zona eran el Señor del Desierto y Chema Bala. De los familiares de esas víctimas se sabe que, por ejemplo, Ana Julia Fince, la madre de los hermanos Rolan y Ever Fince, vive en Maicao esperando la vejez con sus otros hijos; los hijos de Rosalba Fince viven en Riohacha, al igual que las hijas de Diana Fince, que sigue desaparecida. “Mi madre, Mariana Epiayú, hija de mi abuela Margot, y Silverio Fince, otro hijo, regresaron a Bahía Portete, y allá decidieron rehacer sus vidas”, relata Yénifer.

Los vehículos de los paramilitares circularon libremente, pues días antes del hecho tropas del Batallón Cartagena se retiraron para un consejo de seguridad del entonces presidente Álvaro Uribe. / Infografía: Jonathan Bejarano

La herencia

Mientras hablaban de paz y negociaban en Santa Fe de Ralito (Córdoba), en la Alta Guajira las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) estrenaban un ejército privado al servicio del narcotráfico: el Frente Contrainsurgencia Wayuu, cuya franquicia fue pasando de una banda criminal a otra hasta convertirse hoy en un brazo de la tercera generación del paramilitarismo en el norte del país. En ese entonces, uno de los líderes indígenas denunciaba los hechos como una masacre invisible ante los ojos de los colombianos: “‘Jorge 40’ está en la mesa y él fue el que mandó a matar a todo el mundo. No tiene sentido continuar con el diálogo mientras allá (en La Guajira) siguen las hostilidades, los asesinatos, las amenazas para que abandonen su tierra y el reclutamiento de sus trabajadores”.

Jorge 40, en versión libre ante la Unidad Nacional de Justicia y Paz, reconoció la responsabilidad de la matanza, pero negó que hubiese desaparecidos: “Esa fue una acción contra esta casta indígena en particular (los Fince), que tenía un grupo armado dedicado al secuestro y al pillaje”, dijo el exjefe paramilitar en noviembre de 2007. El 13 de mayo de 2008 fue extraditado a los Estados Unidos y condenado a 16 años de prisión por narcotráfico. Este año, regresará a Colombia, pero, en caso de no ser recibido en la Justicia Especial para la Paz (JEP) deberá purgar una pena de sesenta años de prisión por delitos de lesa humanidad como comandante del Bloque Norte.

Mientras tanto, Chema Bala fue condenado, en 2008, a cuarenta años de prisión por los delitos de homicidio, desplazamiento y desaparición forzada. En noviembre del año pasado, tras doce años de prisión en Estados Unidos condenado como narcotraficante, regresó a Colombia y fue capturado y trasladado a la cárcel La Picota, de Bogotá. Semanas después, pidió a la JEP que lo escuchara para contar la verdad, aunque se declaró inocente de la masacre. A su turno, el Señor del Desierto, que se desmovilizó en 2006 junto con más de 4.000 paramilitares, pero delinquió hasta 2011, cuando fue capturado y condenado a 26 años de prisión por los mismos delitos que Chema Bala. En 2012 fue extraditado por narcotráfico a Estados Unidos y, desde entonces, se convirtió en testigo estrella para armar el rompecabezas de la tercera generación de paramilitares en La Guajira.

En octubre de 2015, a través de una declaración virtual desde Estados Unidos, Arnulfo Sánchez González, el Señor del Desierto, aseguró a las autoridades colombianas que Marcos Figueroa García, conocido como Marquitos, era el brazo armado de Francisco Gómez Cerchar, Kiko Gómez, exgobernador de La Guajira, condenado en enero de 2017 a 55 años de prisión por homicidio. En diciembre del año pasado, volvió a pedirle a la JEP que lo reciba para contar la verdad sobre sus alianzas con los paramilitares. Marquitos, por su parte, fue capturado en Brasil y extraditado a Colombia en abril de 2016 acusado de homicidio y narcotráfico. Las últimas revelaciones que el país ha conocido es que su testaferro fue el controversial ganadero y señalado narcotraficante José Guillermo Hernández, conocido como Ñeñe Hernández, quien impulsó la campaña del presidente Iván Duque y fue asesinado en Brasil.

FUENTE: EL ESPECTADOR


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