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febrero 26, 2020

«Yo sí quiero que me digan por qué mataron a mi hermana»: María Jimena Duzán


En este video, la columnista de SEMANA narra el dolor que ha vivido su familia tras 30 años de impunidad del crimen de Silvia Duzán. La Fiscalía lo acaba de declarar crimen de lesa humanidad.

«Apenas dos décadas después de la masacre comprendí que debía desafiar el horror que yo había escondido en lo más recóndito de mi ser, aunque me doliera hasta los tuétanos. En Belfast, a mediados de 2007, descubrí que la anestesia que me había formulado durante tantos años para darme una tranquilidad ficticia se había agotado. Me di cuenta de que el asesinato de Silvia y sus consecuencias eran parte fundamental de mi vida, aunque me lo hubiera negado de forma tan pertinaz. Ahí reconocí, finalmente, que yo era diferente por cuenta de lo que me había pasado y que mi lucha por ser una mujer común y corriente, igual a todos mis amigos y vecinos, ya no tenía sentido. Al comprender que había cambiado y que ya solo me afectaban las batallas que ponían en juego la esencia de las cosas, entendí que había llegado la hora de iniciar mi viaje.

***

Silvia se sentó a la mesa junto con Josué Vargas, presidente de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare (ATCC); Miguel Ángel Barajas, el vicepresidente y Saúl Castañeda, uno de los vocales. El bar La Tata estaba a reventar. Sé, pues me lo han dicho varios testigos de la masacre, que más de una persona se les acercó a Josué y a mi hermana para avisarles que los narco-paramilitares los iban a matar, que los asesinos ya estaban en el pueblo y que las armas habían sido suministradas por tres policías a quienes se les había visto hablar con los sicarios.

Sin embargo, ni Miguel Ángel, ni Josué, ni Saúl, ni mi hermana Silvia atendieron las advertencias y, por el contrario, desestimaron la seriedad de las mismas. Así me lo han confirmado todas las personas que me han suministrado información sobre aquel preciso instante: fueron varios los individuos que alcanzaron a prevenirlos de que corrían peligro. Incluso sé de varias personas que estaban en el bar y que dejaron su mesa para ir donde estaban mi hermana y los dirigentes campesinos y decirles que tuvieran cuidado porque el pueblo estaba lleno de narco-paramilitares.

La esposa de Saúl Castañeda, una mujer delgada y con la cara marcada por la tristeza, vive todavía en Cimitarra. La conocí hace poco, el mismo día que conocí a las demás familias de los dirigentes campesinos asesinados. No es mujer de muchas palabras ni expresiones. Sin embargo, cuando hablé con ella, me contó que varias de las personas que habían alertado a mi hermana y a los dirigentes campesinos fueron a visitarla días después de la masacre para comentarle que Silvia había sido la primera en desestimar la posibilidad de que se fuera a llevar a cabo un atentado.

—¿Y es que acaso usted cree que nos van a matar delante de toda esta gente, en pleno viernes de rumba y con todo el pueblo por testigo? —habría sido la frase con que mi hermana replicó a una de las personas que había ido a prevenirlos.

Nunca entendí por qué razón, por qué poderosa razón ninguno de ellos pudo percatarse de que iban camino de la muerte. Incluso llegué a pensar que habían sido víctimas del síndrome de negación de la realidad, el cual se produce en hombres y mujeres cuando una cadena de acontecimientos violentos los obnubila haciéndoles perder el horizonte.

Como periodista, muchas veces he estado en esta situación y aún no sé cómo explicarla. Uno llega a una zona y empieza a informar sobre lo que allí sucede. Conoce su gente, se impresiona con la altivez y dignidad con que enfrentan la guerra de la cual son víctimas. De un momento a otro la historia de esas personas anónimas, sus vivencias y temores se vuelven las de uno y se empieza a sudar como ellos, a cavilar como ellos. Y cuando uno menos piensa, está metido hasta la coronilla y ya no puede medirse la profundidad del hueco en que se encuentra.

No sé si logro explicarlo, pero es precisamente en tales momentos en que uno no advierte el peligro ni ve a los asesinos, así se los señalen con el dedo. Fue lo que le sucedió a mi mentor Guillermo Cano, cuando sin que necesitara amenazarlo, el narcotráfico lo asesinó a la salida del diario la noche del 17 de diciembre de 1986. Fue lo que nos pasó después del asesinato, cuando en El Espectador nos dimos a investigar los nexos de la naciente mafia, la del narcoparamilitarismo, con el poder político y el militar. Entonces no imaginábamos el monstruo que estábamos despertando y, en lo que a mí concierne, solamente cuando explotó la bomba que destruyó las instalaciones del diario salí de aquel letargo y sentí el terror de vivir bajo amenaza.

Sin embargo, después de años de investigación, debo decir que no creo que hubiera sido esto lo que les sucedió a mi hermana y a los líderes de la ATCC al desoír las voces que les anunciaban su masacre. Casi veinte años después y únicamente cuando hablé con Héctor Barajas, el hijo de Miguel Ángel Barajas, entendí qué los obnubiló aquella noche.

Según Héctor, ellos desatendieron los avisos porque estaban convencidos de que si había algún lugar —por aquellos azarosos días— donde podían estar seguros, era Cimitarra.

Héctor también me contó que el día de la masacre él estaba en la Universidad Industrial de Santander,UIS, en Bucaramanga, donde estudiaba Agronomía, pero que por la mañana un amigo lo había llamado desde Cimitarra para decirle que en el pueblo andaba el Mojao.

—Dígale a su papá y a Josué que tomen precauciones —le dijo con voz desesperada—. Muchos aquí estamos muy preocupados por lo que les pueda suceder.

Con impresionante lujo de detalles, Héctor me contó que aquel viernes, hacia las cinco y media de la tarde, llamó a las oficinas de la ATCC en Cimitarra y alcanzó a hablar con su papá, que se aprestaba a salir con Josué Vargas y Saúl Castañeda hacia el bar La Tata, donde esperarían a Silvia. Héctor le advirtió a su padre que tuviera cuidado porque el Mojao había llegado al pueblo. Pero Miguel Ángel le respondió:

—No se preocupe. Ellos aquí no van a hacernos nada. Héctor sintió a su padre tan sereno, que tras colgar el teléfono quedó tranquilo el resto de la tarde.

Luego de mi conversación con Héctor Barajas —ocurrida diecinueve años después de la masacre—, entendí que había algo de lógica en la manera como los líderes campesinos sortearon sus últimas semanas. Cimitarra era el pueblo donde se sabía quiénes eran ellos, donde se sentían apreciados y donde la gente sabía cuán ardua había sido su lucha por sacar adelante la cooperativa campesina. Los lugareños admiraban su tesón y los animaban a continuar con su tarea. Conocían al alcalde, al jefe de la Policía, al comandante del batallón y hasta al médico, responsable del miserable puesto de salud.

Así, pues, era razonable el argumento que oponían cada vez que alguien expresaba temor a propósito de su seguridad. Según ellos, si alguien quería hacerles daño, escogería otro lugar: una solitaria carretera en medio de la selva espesa, como de hecho había ocurrido un año atrás con los jueces y fiscales asesinados en La Rochela. O como había sucedido dos años antes con los diecinueve comerciantes de Cúcuta, a los que secuestraron también en una carretera cerca a Cimitarra y que llevaron luego a una finca cerca al río, donde los descuartizaron.

En otras palabras, el único sitio donde los asesinos estarían expuestos era el casco urbano del pueblo y era justamente allí donde Josué Vargas, Saúl Castañeda y Miguel Ángel Barajas, dirigentes de la ATCC, se creían a salvo. Tanto, que durante sus últimas semanas, redujeron al máximo los desplazamientos y concentraron rigurosamente sus actividades en el municipio.

Era, lo repito, un argumento razonable. Porque inclusive yo, la analítica, la crítica, la escéptica, la siempre desconfiada, necesité vivir veinte años de estupor antes de que pudiera asimilar que los narco-paramilitares fueron capaces de cometer la atrocidad de asesinarlos precisamente un viernes a las diez de la noche, en un bar de la plaza principal, el más bullicioso y concurrido del pueblo, y con prácticamente toda la población por testigo.

PD: Por lo menos 159 periodistas fueron asesinados en Colombia, por motivos relacionados con su oficio, entre 1977 y 2019, según la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP). Solo en el 2019 se registraron 515 ataques a la prensa, dos de ellos terminaron en homicidio». 

* Capítulo tomado de ‘Mi viaje al infierno‘, Editorial Peguin Random House

FUENTE: SEMANA


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