octubre 21, 2019
En Turbo, los desplazados de la Operación Génesis viven sobre la basura
En 1997, luego de haber sido desplazados de Cacarica (Chocó) por un enorme operativo militar, llegaron a Turbo alrededor de 2.000 personas. Hoy, 23 años después, los que no pudieron retornar viven sobre una zona de manglar, sin agua ni energía eléctrica. Un recorrido por la zona.
Los barrios Pescadores I y II fueron construidos sobre el manglar. Le tiraron madera, basura y tierra, y construyeron las casas, a manera de palafitos. / Fotos: Hárold Rodríguez
La memoria de Eneida María Valencia sigue intacta. Ya son casi 23 años desde que a su familia la resquebrajó la violencia y la expulsaron de sus tierras en Cacarica (Riosucio, Chocó). Todavía recuerda cómo, cuando una inmensa operación militar y otra paramilitar llegaron a ese territorio, tuvo que coger sus ocho hijos y salir desplazada por el río Atrato hacia el vecino municipio de Turbo, en Antioquia, donde ha vivido, o sobrevivido, hasta hoy.
En febrero de 1997, en la cuenca del río Cacarica no quedó nadie. Las 23 comunidades afrodescendientes que la habitaban fueron expulsadas de su territorio tras la Operación Génesis, ejecutada por la brigada XVII del Ejército, y la Operación Cacarica, que ejecutaron paramilitares de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu). Las heridas que abrieron esos operativos no han terminado de cerrarse en el Urabá, más de dos décadas después.
Junto con Eneida María Valencia, a Turbo vinieron a parar 2.300 personas, de las 3.500 que salieron desplazadas aquel febrero de 1997. “Nosotros cuando llegamos acá nos regamos. Unos fuimos a parar al coliseo, otros a donde tenían la familia”, cuenta. Por alrededor de tres años, miles de desplazados permanecieron en ese coliseo a la espera de una solución definitiva o de un retorno con garantías, pero las garantías no llegaron y en 1999, en medio de la violencia, un grupo de pobladores decidió arriesgarlo todo y volver porque les titularon colectivamente la tierra.
“Los que retornaron tuvieron ayuda del Gobierno, pero nosotros acá quedamos a la deriva y tuvimos que buscar para dónde irnos después de salir del coliseo”. Buena parte de esas familias desplazadas se asentaron en la zona de manglar del municipio, en los barrios Pescador I y Pescador II, que habían empezado a ser habitados irregularmente dos décadas antes.
Los residentes de estos barrios cuentan que antes de la masiva llegada de las comunidades afro provenientes del Chocó, los primeros colonos empezaron a hacer casa encima del manglar. “Empezaron a llenar con madera; encima de la madera, basura; y encima de la basura, la tierra. Cuando llegaban las personas acá decían ‘yo me voy a hacer mi casa aquí, cortaba y construía su casa sin ningún papeleo. Así fue creciendo el barrio”, cuenta Carlos Martínez, nacido en estos asentamientos hace 38 años y líder de Pescador I. Pero cuando llegaron los desplazados de Cacarica, la población se disparó. “En cuestión de un año no había dónde ubicar una persona más”.
Pronto se sintieron las consecuencias de haber construido un barrio encima de la basura. “Hubo un tiempo en que las basuras de la región las traían a nuestros barrios para ir rellenando. Basuras de los hospitales, de las viviendas, de los almacenes. Pero asimismo se dispararon las enfermedades. Empezaron a enfermarse los niños, los adultos. Llegó una peste de moscas y ratones, hasta que se prohibió la tirada de basura”, dice Martínez. Sobre la basura y el manglar, sin agua ni energía eléctrica, alrededor de 2.000 personas, entre desplazados y nativos, hicieron vida en Pescadores. Hoy, las cosas parecen no haber cambiado mucho.
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Para ir de una esquina a otra en el barrio hay que hacer malabarismo. A través de los años han perfeccionado su equilibrio para caminar sobre pedazos de madera que sirven de caminos en la parte palafítica de Pescadores I y II, que es en donde mayormente viven quienes fueron desplazados del Chocó. Por encima de esos “caminos”, hasta hace unos meses, tenían que cargar los baldados de agua que alcanzaban a coger cuando esporádicamente, y sin avisar, llegaba el agua a ciertos puntos del barrio.
Por treinta años, en estos asentamientos no hubo servicio de agua. Ni de energía. Ni de gas. Por décadas, cuando los habitantes de Pescadores buscaron respuestas a la precariedad en la que vivían la respuesta ha sido la misma: “Ustedes son un asentamiento ilegal y no podemos invertir”. Tampoco ninguna alcaldía se le medía a legalizar los barrios, porque estaban en área de protección, al ser principalmente zona de manglar. Los años se les pasaron entre la posibilidad de reubicarlos, al extremo costosa, o legalizarlos. Desde hace poco más de cinco años, el área fue declarada zona residencial.
En Pescadores empezaron a organizarse y exigir sus derechos básicos. Incluso tuvieron que interponer una acción de tutela para que hasta allí llegaran servicios como el agua y la energía. A través de sus procesos de organización, y con el acompañamiento del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), han logrado que la administración municipal se vea obligada a atenderlos.
Una de las acciones más recientes y de las que más se habla por estos días en el barrio es el acueducto aéreo que Aguas Regionales, filial de Empresas Públicas de Medellín (EPM), instaló en el sector hace unos tres meses. Se trata de un sistema que lleva el agua a través de una especie de mangueras sostenidas en postes, similar a los cables tradicionales de la energía eléctrica. Para Emélides Muñoz, secretario de Planeación de Turbo, esa intervención es muestra del compromiso que la Alcaldía, a través de Aguas Regionales, ha tenido con el sector. Frente a la parte estética, el funcionario asegura que “predominó el bienestar y la dignidad de las personas sobre lo estético”. Esa forma de llevar el agua a estas comunidades quedó en segundo lugar en el premio Ideas en Acción, del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que reconoce las ideas más innovadoras de América Latina en materia de agua y saneamiento.
Así se ve el acueducto aéreo por encima de los caminos de Pescador I y II, en Turbo.
Sin embargo, las familias beneficiarias del proyecto, alrededor de 500, solo tienen agua un par de horas al día. Según cuentan, a veces pasan hasta cinco días en que no llega. Frente a ese panorama, el secretario de Planeación sostiene que “antes les tocaba buscar el agua a diez cuadras, comprar el agua en unos recipientes y transportarlos. Hoy tienen una continuidad de una, dos, tres, cuatro horas al día y vamos a ir aumentando la continuidad. Uno de los problemas, o el más agudo que teníamos en Turbo en términos de desarrollo social, era el servicio del acueducto. Hoy estamos ampliando la cobertura, mejorando las redes y la fuente de captación del agua para poder garantizar el suministro las 24 horas”.
Aunque en la administración municipal señalan que se ha venido avanzando en mejorar la calidad de vida de quienes residen en Pescadores, para sus pobladores la situación ya no aguanta más dilaciones. Llevan treinta años escuchando que los van a legalizar y que les van a traer inversión social, pero hasta ahora ha llegado por pedazos. Según el secretario de Planeación, el sector no se pudo legalizar en esta alcaldía que ya va finalizando porque quien aparece como propietario de las tierras es el Ministerio de Defensa. “Es un lobby que hay que hacer con el Gobierno Nacional y ello ha conducido a retrasar un poco la legalización”.
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La generación más joven de las familias que salieron de Cacarica en 1997 ya es nativa de Turbo. Karen Yineth Moya tiene 19 años y es la nieta de Eneida María Valencia. Vive en la misma casa en Pescador II, ya terminó bachillerato y su sueño es estudiar psicología en una universidad de Medellín. Poco interés tiene en hacer vida en la comunidad de la que desplazaron a su familia.
“Yo he ido a donde está mi mamá, en Bocachica, que es una comunidad de Cacarica, pero no me parece como para yo vivir. A mí me gusta mucho el estudio y allá no hay una posibilidad de estudiar. Allá la vida es digamos tener hijos, mantenerlos, estar en la casa y a los esposos es a los que les toca trabajar”, explica Karen Yineth.
Aunque ella siente más cercana la ilusión de la universidad estando en Turbo, lo cierto es que casi ningún joven de Pescadores alcanza esa formación profesional. Para la mayoría su formación llegará hasta bachillerato y de ahí en adelante, dicen en el barrio, el rebusque. Pero, además, los muchachos son vulnerables a los intereses de los grupos armados —en la región ejercen un férreo control las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc)— o a involucrarse con pandillas, que abundan en Turbo.
El Urabá antioqueño sigue recibiendo desplazados
Lo más crítico de que en más de veinte años no haya sido posible gestionar una respuesta a la crisis de quienes llegaron desplazados de Cacarica ni de quienes ya residían en Pescadores, es que tanto Turbo como otros municipios del eje bananero del Urabá antioqueño siguen recibiendo población desplazada.
Con el recrudecimiento del conflicto armado en el Bajo Atrato, en Chocó, por la presencia del Eln y las Agc, buena parte de las poblaciones negras e indígenas que han salido desplazadas de allí, por cercanía, han ido llegando a municipios como Turbo, Apartadó, Carepa o Chigorodó. Además, la zona también se ha convertido en receptora de población desplazada del sur de Córdoba, donde se han intensificado los desplazamientos por el conflicto armado, particularmente en municipios como Tierralta y Puerto Libertador. Es así que, de acuerdo con cifras de la Unidad de Víctimas, entre 2016 y 2019 han llegado a Turbo 2.791 personas desplazadas. En el caso de Apartadó, en el mismo período, han llegado 1.800.
Por si fuera poco, a la zona, como a muchas otras partes del país, han empezado a llegar en un volumen considerable ciudadanos provenientes de Venezuela que agravan los desafíos en materia de atención humanitaria. Un ejemplo claro lo refleja en Carepa la Fundación Esperanza de Mujeres Hacia el Futuro con Jesús (Femfuje), que hasta hace un par de años trabajaba con población desplazada del Chocó y Córdoba, pero que ha empezado a vincular a población venezolana. En una de sus escuelas, cuarenta de los 180 niños que atienden son venezolanos; hace un par de años no había ninguno.
FUENTE: EL ESPECTADOR