octubre 10, 2019
El hambre y el apetito
Qué extraño es que el hambriento de poder no reconozca su propia vergüenza.
El que está siendo devorado por el hambre no dice ‘tengo hambre’ porque es esta la que lo aprisiona y lo consume. Al que aguanta el peso del hambre (¿la forma más absoluta del desamor?) no le quedan voz ni fuerzas para entonar una frase tan banal. Quizás sea el alma ese soplo que huye de los ojos huecos del hambriento o de sus vísceras en pleno ardor como cualquiera escaparía de un incendio sin dejar rastro, pues no hay nada más ausente que la expresión en las mejillas exánimes del que sufre el hambre constante; no hay vigor en ellas para tensar un rostro que se pueda distinguir; esa cara es anónima, hermética y plural como la de los muertos que no le importan a nadie.
Tal vez, como dijo Nietzsche, el alma se aloje en el estómago y no en el corazón burgués de los románticos ni en la cabeza fría de los matemáticos. Es probable que el alma habite en las tripas de hombres y animales y huya de las úlceras y los ácidos quemantes como una sombra ruin y desleal, sorda de oírlas crujir. Yo he visto esa alma en plena escapada allá en el fondo de las pupilas desoladas de los perros callejeros y los niños de los desiertos.
El apetito sobrevive a la frustración; el hambre es una ley agónica e ignominiosa que solo los artistas y los temerarios desafían
“No tengo apetito”, dice una reina con buenos modales. El apetito, seductor y doloroso por capricho, puede contonearse entre la abundancia mientras el hambre jadea y se arrastra. El apetito sobrevive a la frustración; el hambre es una ley agónica e ignominiosa que solo los artistas y los temerarios desafían. Mientras el apetito se emborracha de fluidos, aromas especiosos y sabores predilectos, el hambre se asfixia por los hedores de los charcos.
¿Y qué decir del apetito sexual y del hambre de sexo, del apetito por la vida, del hambre de vivir o del hambre de poder? El hambre apasionada comporta siempre lo abyecto, lo pornográfico, lo obsceno. Alguien sin hambre de vivir sugiere una persona moderada. El que no tiene apetito por la vida, en cambio, se ahoga en una elegante languidez, en el glamour del desdén y el hartazgo, y deja los restos de su exceso para que, si pueden, coman los hambrientos avergonzados. Qué extraño es que el hambriento de poder, el más indigno y rastrero de todos los ‘muertosdehambre’, no reconozca su propia vergüenza. Qué es el boato del apetito sino antojo y soberbia; qué es el espectáculo del hambre sino la afrenta infamante que, causada o padecida, evoca, más que a la muerte, a la vergüenza.
MARGARITA ROSA DE FRANCISCO
FUENTE: EL TIEMPO