abril 23, 2019
Aún hay miedo de contar la verdad del conflicto armado en el sur del Meta
La Comisión de la Verdad visitó cinco caseríos que fueron azotados por las masacres que cometieron los paramilitares hace 20 años. Algunos son pueblos casi deshabitados que resisten en medio de nuevos grupos armados.
Casi cuarenta personas habían llegado al centro comunal de Rincón del Indio, una inspección del sur del Meta, para encontrarse con el equipo de la Comisión de la Verdad, encabezado por el sociólogo y periodista Alfredo Molano. Era el fin del recorrido de cuatro días que hicieron los delegados del organismo por los lugares donde ocurrieron masacres como las de Mapiripán y Puerto Alvira en la década de los 90. Se presentaron, les explicaron cuál era su misión y que estaban allí gracias al Acuerdo de Paz firmado con las Farc, para recoger los testimonios de lo ocurrido durante el conflicto armado.
Los campesinos quedaron confundidos. Pensaron que una misión del Gobierno había venido de nuevo con promesas de reparación a las víctimas y proyectos productivos. La Comisión les reiteró que solo estaban allí para escuchar sus testimonios. Varios de los asistentes se fueron ofendidos, no les interesaba hablar de nuevo de paramilitares, de guerrilleros ni de sus muertos. Iban con el ánimo de exigirles a los funcionarios la dotación de energía, agua potable, un puesto de salud y vías para sacar sus productos.
Otros no querían hablar para ahorrarse problemas con disidentes de las Farc y reductos del paramilitarismo que están volviendo a la zona. Solo quedó un pequeño grupo de mujeres y hombres dispuestos a revivir lo que sufrió ese caserío, bajo la promesa de que no reveláramos sus nombres ni detalles de los testimonios. Le contaron a la Comisión que una vez el colegio quedó en medio de un combate entre el Ejército y la guerrilla, que los paramilitares mataban gente para infundir miedo y sacarlos de sus fincas, que ahora nadie les reconoce la posesión de las tierras donde vivieron por tantos años y que cuando reclaman, vuelven las amenazas.
«Las Farc fueron un ‘mal necesario'», dijo uno de los presentes y varios asintieron con la cabeza. A pesar de los asesinatos que cometieron, la exguerrilla era la autoridad en esta zona olvidada por el Estado, sostenía el campesino. «En esa época no había delincuencia, y el que cometía algún delito se lo llevaban a día cívico, a construir las vías sin recibir pago. Si reincidía, ahí sí le hacían consejo de guerra y lo mataban», agregó. Ahora, tras la salida de los excombatientes de esos territorios para reintegrarse a la vida civil, varios de estos pueblos están sin Dios ni ley.
Rincón del Indio fue el fortín del frente 39 de las Farc, y La Cooperativa, otra inspección, era controlada por los paramilitares. La sabana que separa ambos caseríos era su campo de batalla. Los campesinos contaron que en esa época veían aviones del Ejército que disparaban contra la guerrilla, pero no contra los paras.
Durante el recorrido vimos cómo las sabanas de los Llanos Orientales desaparecían bajo cientos de hectáreas de cultivos agroindustriales de palma de aceite, caña de azúcar, caucho y árboles de eucalipto y pino para la explotación de madera. Antes de la guerra, algunas de esas tierras eran de campesinos que fueron desplazados.
“La mayoría de esas masacres tenían como función el desalojo de las fincas y facilitar a largo plazo la ocupación de esas tierras por particulares, favorecidos por el Estado. La masacre de Mapiripán está asociada al crecimiento de la palma en la zona, y lo mismo ocurre en la zona de Puerto Gaitán”, señaló Alfredo Molano sobre los patrones que vio detrás de estas masacres.
Con Mapiripán inició el trayecto de la Comisión. En la memoria nacional está presente que 120 hombres de las Autodefensas Unidas de Córdoba y Urabá llegaron, entre el 15 y el 20 de julio de 1997, con el apoyo del Ejército y mataron a 49 habitantes, según cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica.
El temor de sus habitantes ahora es que se repita la historia. En diciembre fueron asesinadas seis personas cerca de allí. Algunas versiones aseguran que detrás había una disputa por narcotráfico, otros dicen que iban tras la caleta de un exparamilitar. Lo cierto es que a un lado del río Guaviare están las disidencias del frente 1 y 7 de las Farc.En el otro extremo están los Puntilleros, de origen paramilitar.
La historia cuenta que, después de Mapiripán, los paramilitares pasaron por La Cooperativa. Era parte del plan de expansión de Vicente Castañopor territorios donde tenía influencia la guerrilla. El paso del tiempo reveló que también era una estrategia para apropiarse de fincas. Sus socios eran Miguel Arroyave y Don Mario, o Daniel Rendón, del bloque Centauros.
Estas son las marcas de la guerra en La Cooperativa: los huecos de balas en casas abandonadas – Iván Muñoz / El Espectador.La violencia sobre La Cooperativa fue reiterativa. En 1998, ocho comerciantes fueron asesinados. Un año después entraron 40 paramilitares y mataron a varios de sus habitantes. Ahora queda muy poca gente en ese corregimiento. Varios se fueron a La Jungla, una inspección que fundaron después de la destrucción del caserío. La guerra quedó escrita en las casas con grafitis alusivos a las Auc y las huellas de las balas.
Una de las sobrevivientes de estos hechos nos contó que se salvó gracias a su hija, que ahora tiene 21 años. Ella cree que del susto por la llegada de los paramilitares, el parto de la niña se le adelantó y tuvo que salir de urgencia hacia un hospital. Nació un día después de la masacre de Mapiripán, pero su esposo desapareció 40 días después. Al sol del hoy lo recuerda con lágrimas en los ojos y se pregunta dónde estarán sus restos.
El 4 de mayo de 1998, en Puerto Alvira, también conocido como Caño Jabón, a casi seis horas de Mapiripán, las Autodefensas Unidas del Urabá mataron a 27 personas y quemaron la mitad del pueblo, que vivía boyante por la coca. Tenía 300 casas y mucho comercio. Al día siguiente salió expulsada casi la totalidad de su población. Hoy, solo quedan cinco de las familias que fundaron esa inspección, indígenas sikuani y jiw, desplazados también por la violencia, y algunos que han retornado de a poco. Aun así, son muchas las casas que se ven abandonadas, perdidas entre la maleza.
Foto: Iván Muñoz – El EspectadorA pesar de la sensación de que es un pueblo fantasma, Julio Escobar,presidente de la Junta de Acción Comunal, está empeñado en que resurja, sin esperar el apoyo del Estado. Entre todos reunieron dinero y esfuerzos para construir un puente en madera que les ahorra tres horas de viaje desde Mapiripán. Y esperan conseguir los recursos para comprar una antena de comunicaciones.
Mapiripán es uno de los municipios más grandes del país, con cerca de 13.000 km². Bajo su jurisdicción están las tres inspecciones que recorrimos. Sin embargo, el reclamo de los habitantes de estos lugares es que los recursos para la reparación a las víctimas se quedan en el casco urbano, desconociendo las necesidades del área rural.
“Por qué nos mataron a nuestros familiares, por qué nos desplazaron, por qué el Estado nos dio la espalda”, fueron las preguntas recurrentes. Aunque la llegada de la Comisión de la Verdad fue difícil al comienzo, en ellos quedó depositada la esperanza de obtener las respuestas.
Vea «La última batalla de Puerto Alvira»