noviembre 28, 2018
La pobreza rural, peor para las mujeres
El último informe de la FAO revela que la pobreza creció en Latinoamérica por primera vez en diez años. En Colombia, aunque esta situación es la misma, es más crítica para las mujeres.
“Cuando mataron a mi marido, no sabía qué hacer, quería entregar a los pelaos al Bienestar Familiar. ¿Tú sabes lo que es quedarse sola con siete pelaos? Me quería volver loca”. Petrona Mariño, víctima de desplazamiento en Zona Bananera (Magdalena), vivía en el área rural de este municipio hasta que asesinaron a su esposo, José Concepción Kelsi. Fue el 14 de marzo de 2004, el día en que, recuerda, perdió un poco la cabeza. Ella trabajaba el campo junto con él y sus hijos mayores que ya podían ayudar. Cultivaban tomate, ají, papaya, palma de aceite, limón y mango. Pero también cuidaba a sus hijos menores todo el día, cocinaba y hacía las tareas del hogar, que para entonces era apenas un ranchito. Sin embargo, no faltaba la comida, los vecinos y el trabajo.
El día que su marido, el presidente de la asociación de campesinos que ocupaban las fincas La Francisca I y II, fue asesinado a manos de paramilitares, todo eso cambió. Las tierras no tenían su nombre, porque estaban luchando la titulación desde 1996, ni ella estaba preparada para encargarse de los niños y a la vez proveer al hogar. Pero, además, tuvo que salir desplazada, junto a toda su comunidad, para conservar la vida. Petrona quedó en la total pobreza y fue muy difícil reponerse de eso.
Ahora, 14 años después, cuando sus hijos ya son mayores y cuando su tierra fue restituida (aunque no ha vuelto), la venta de fritos y de todo lo que tuviera a la mano es apenas un recuerdo de esos días. Tuvo que asumir la jefatura del hogar, cuidar a sus hijos y mantenerlos. Petrona es campesina y, además, víctima del conflicto, condiciones que aumentan la posibilidad de sufrir pobreza y pobreza extrema.
Esta realidad fue documentada en el último informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), titulado Panorama de la Pobreza Rural en América Latina y el Caribe. Este documento plantea una brecha entre la pobreza urbana y la rural, que siempre ha estado ahí y que se había ido estrechando. Sin embargo, esta es la primera vez, en diez años, que la pobreza rural en la región no disminuye e incluso crece: entre 2014 y 2016 la pobreza creció en dos millones de personas más, alcanzando un total de 59 millones. En Colombia, según cifras del DANE, ni la pobreza ni la monetaria a nivel rural han subido. Sin embargo, las cifras son altísimas: en 2016, el 34,3 % de los hombres rurales eran pobres, mientras que para las mujeres la cifra era de 37,1 %. Esta situación sigue planteando desafíos en materia de inversión y protección social, pero también habla de que reducir la pobreza rural puede aportar a la igualdad entre hombres y mujeres.
En Colombia, según las proyecciones del último censo, en 2016, el 23,4 % de la población vive en la ruralidad. Esto corresponde casi a 11 millones y medio de personas. El 51,7 % de esta población son mujeres.En el campo la brecha de género produce situaciones como riesgo de inseguridad alimentaria, falta de generación de ingresos, dedicación al trabajo doméstico y también de producción, acceso desigual a recursos productivos e, incluso, desarraigo. “Las mujeres tienen unos puntos de partida distintos y desiguales con relación a los hombres, y eso genera una alta vulnerabilidad a que los impactos de la pobreza y de la pobreza extrema recaigan sobre ellas y sus grupos familiares”, explica Amanda Romo, profesional especializada social y de género de FAO Colombia.
Desde esta organización identifican varias brechas puntuales que marcan la desigualdad entre hombres y mujeres del campo colombiano y que inciden directamente en la propensión de las mujeres a que la pobreza las afecte más.
Sin tierra y sin preparación
“Hablamos de la tierra, el acceso a la tenencia de tierras y los títulos de propiedad. A eso se le puede sumar la tenencia y control de otra serie de activos como las maquinarias y el conocimiento, que se constituyen en activos rurales fundamentales para el poder económico de las mujeres”, dice Romo.
La Ley de Mujer Rural de 1984 por primera vez puso a las mujeres rurales en el panorama nacional, pero no las reconoció como dueñas de la tierra. Al contrario, reconoció a los hombres como los “jefes del hogar” y, por lo tanto, los que podían ser titulares de los predios. Solo cuatro años después, por las luchas de las mujeres campesinas de la Asociación Nacional de Mujeres Indígenas y Campesinas (Anmucic), se implementó la titulación a nombre de las parejas y se les dio prioridad a las jefas de hogar para la asignación de baldíos. Pero fue solo hasta 1994, con la Ley 160, que hombres y mujeres pudieron ser dueños de la tierra, sin necesidad de ser jefes de hogar.
“Estos cambios implican procesos de empoderamiento en lo personal, en las relaciones cercanas o de la familia y en lo colectivo (…). Sin ello es difícil superar las barreras históricas y culturales que han restringido el acceso de las mujeres a la tierra”, escribieron las investigadoras feministas Magdalena León y Carmen Diana Deere en el artículo La mujer rural y la reforma agraria en Colombia, de 1997.
En el municipio de El Zulia (Norte de Santander) se configuró un grupo de mujeres de la Asociación Nacional de Mujeres Indígenas y Campesinas (Anmucic), que, además de luchar la tenencia de la tierra, tuvo que enfrentarse al control paramilitar. Estas mujeres, en cabeza de la presidenta Marta Hernández, tenían una finca con animales y cultivos que trabajaban de manera colectiva. Es decir, tenían su hogar, su trabajo y un liderazgo.
Esto, el informe de la FAO lo define como una triple jornada:
“(Las mujeres rurales) dedican 10 horas más que las mujeres urbanas al trabajo no remunerado y casi tres veces la jornada de trabajo no remunerado de los hombres”. En el campo, el 89,4 % de las mujeres realizaban trabajo no remunerado para 2016, según el DANE. En la FAO han encontrado que esto no les deja tiempo a las mujeres para “aprender a usar tecnologías y acceder al conocimiento que les permita empoderarse y dar un paso para salir de la pobreza”, dice Romo. Además, tampoco tienen tiempo para el esparcimiento, solo 5,4 % de las mujeres rurales realizan alguna actividad cultural o deportiva.
Las mujeres de El Zulia veían el fruto de su trabajo. Sus maridos les ayudaron a limpiar los terrenos y ellas pusieron a andar su proyecto juntas. Hubo peleas familiares, porque ya no estaban tan dedicadas al hogar, pero las fueron superando. El gran dolor vino cuando las Autodefensas Unidas de Colombia las tacharon de guerrilleras y empezaron a intimidarlas. Luego, el 19 de agosto del año 2000, torturaron y asesinaron a Marta y a su esposo. Lucila Páez, quien asumió la presidencia en ese momento, recuerda los años siguientes como un agujero lleno de miedo. Ellas sabían trabajar el campo, pero les quitaron todo.
A otras mujeres, como Petrona Mariño, también les quitaron la tierra, pero además no estaban preparadas para asumir la provisión del hogar, una labor que, en lo rural, cumplen los hombres en el 87,5 % de los hogares. En este punto aparecen patrones culturales. Entonces sale la expresión “La finca de la viuda”. Se trata de cómo una propiedad se va al piso porque el hombre muere y la viuda no sabe cómo encargarse de lo que quedó: lo malvende, no atiende los animales y deja morir los cultivos. “Las mujeres todavía son consideradas maternales o desprovistas de esa cabeza fría para poder hacer buenos negocios, para las organizaciones e incluso para los negocios familiares. Esto es lo que venimos encontrando en los proyectos que FAO está desarrollando en territorio”, explica la investigadora Romo.
Esto, a pesar de que cada vez participen más. Según la medición la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) de 2014, el 45,1% de las mujeres rurales participaban en la producción. En varones la cifra asciende a 83,7%.
La violencia sexual y la ruralidad
Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, 15.738 personas fueron víctimas de violencia sexual con ocasión del conflicto armado. Más del 90% fueron mujeres. Muchas eran mujeres rurales y sufrieron la guerra en sus cuerpos.
En Corozal está la Asociación de Mujeres Valientes y Amorosas del Departamento de Sucre “Esfuérzate”, un grupo de mujeres víctimas de violencia sexual y desplazamiento forzado, principalmente. Algunas durante la guerra fueron esclavas, otras, como Yojaira Pérez, desempeñaban un liderazgo y las violentaron para acallarlas.
Eso sin hablar de la victimización que han padecido las mujeres rurales con ocasión del conflicto armado. ¿Cómo se repone la mujer campesina, sin ayuda, y vuelve al trabajo del hogar, del campo y del liderazgo? “Las violencias de género están relacionadas directamente con la pobreza extrema, las mujeres que han sido violentadas no producen igual, no se desempeñan igual a otras que han estado exentas de esto. No es con todo su potencial un agente de desarrollo económico”, dice la investigadora de la FAO.
Yojaira, por ejemplo, estuvo 10 años encerrada en su casa, con constantes ataques de pánico y delirios de persecución. Solo pasado ese tiempo se atrevió a salir y luego a denunciar. Entonces pudo retomar y hacer de ese hecho tan doloroso, una bandera de lucha. Ella se quedó, pero otras mujeres, algunas que ahora pertenecen a su organización, se fueron de sus territorios. Se desarraigaron y, sin educación ni habilidades, encontraron otro lugar para hacer un nuevo proyecto de vida. “Tenemos un caldo de cultivo total para las mujeres y la pobreza”, dice Romo. La violencia sexual, además, tuvo unos impactos diferenciales entre las mismas mujeres. Para 2016, el 20% de las mujeres rurales pertenecían a algún grupo étnico, según el DANE. La comisionada de la Verdad Alejandra Miller, señaló que las mujeres negras sufrieron mayor violencia sexual por la hipersexualización de sus cuerpos. Esto se vio, por ejemplo, en la masacre de El Naya, “donde las mujeres negras fueron las mayores víctimas de violencia sexual, por encima de otras mujeres, indígenas o campesinas”.La guerra tuvo unas implicaciones físicas y psicosociales para las mujeres, especialmente las rurales, pero también tuvo una dimensión económica que las orilló a la pobreza y la pobreza extrema. Así, el sistema de justicia transicional también tendrá que indagar por estas condiciones de exclusión que llevaron a las mujeres, y a sus familias, a un estado más vulnerable. Colombia tiene compromisos con la Agenda 2030, y no los podrá cumplir sin poner en marcha políticas dirigidas hacia las mujeres rurales.