noviembre 6, 2018
La paz es invisible
De todas las experiencias de dolor pueden nacer siembre nuevos retoños. Personas llenas de humanidad que han sabido transformar su sufrimiento en oportunidades de construcción de paz, de educación para la paz. Hay muchos como ellos en el país y la mayoría son invisibles; silenciosos.
Cuando se presentan situaciones de esas que parecen sin salida, mi papá echa mano de un proverbio antiguo que dice que hace más ruido un árbol que cae en el bosque que todos los demás que permanecen en pie.
Es verdad que en Colombia han caído demasiados árboles, y los gritos provenientes de tanto llanto van a resonar en nuestros oídos y corazones por muchos años; por eso la Unidad de Víctimas ha reconocido formalmente a más de ocho millones de personas víctimas del conflicto armado colombiano.
Pero también es cierto que de todas esas experiencias de dolor pueden nacer siembre nuevos retoños. Personas llenas de humanidad que han sabido transformar su sufrimiento en oportunidades de construcción de paz, de educación para la paz. Hay muchos como ellos en el país y la mayoría son invisibles; silenciosos. Sus acordes resuenan en los corazones de las víctimas que supieron perdonar y en el alma de los victimarios que gozaron de su favor.
Resuenan también en la vida tranquila, cotidiana, de tantas personas que realizan su trabajo en oficinas, cuarteles, hogares, centros comerciales, etc. Personas que con su esfuerzo y abnegación en el aseo de un baño, la presentación de un mostrador, o la elaboración cuidadosa de una propuesta corporativa, dan testimonio del respeto que sienten por el otro y del cariño que ponen en cada detalle del trabajo diario. Son todos ambientes de paz, de construcción colectiva de nuevos proyectos de país.
Hace poco escuchamos uno de esos testimonios que en circunstancias normales pasan desapercibidos: se trata de la coral de la Escuela Débora Arango, una escuela pública de Bogotá. Al escucharlos no se nos habría ocurrido pensar que sus ensayos musicales son también un laboratorio de paz: para lograr ese grado de armonía y trabajo en equipo fue necesario que sus integrantes, empezando por la directora, comprendieran que primero debían aprender a reconocerse como personas, como pares; a escucharse y a decidir entre todos el ambiente en el que querían forjar su proyecto musical.
Las aulas, pasillos y patios de recreo de nuestras escuelas públicas, tan acostumbrados a las historias de desplazamiento, bullying, sobrecarga laboral, etc., también se han convertido en numerosas ocasiones en ambientes de educación para la paz; los jóvenes que antes eran líderes de pandilla y generadores de discordia pasan a ser los protagonistas de verdaderas transformaciones humanas y sociales; experiencias que cambian para siempre sus vidas a la vez que transmiten a maestros y directivos nuevas señales de esperanza: la convicción de que la paz es posible y que surge precisamente de los rincones íntimos de pequeñas comunidades. Como cantó Serrat, son aquellas pequeñas cosas que nos hacen llorar cuando nadie nos ve.
El canto coral propicia esos espacios pero es necesario que una mente visionaria y un corazón comprometido asuman la tarea más allá de la responsabilidad contractual; que sepa escuchar a sus estudiantes y aprenda a reflexionar sobre sus propias prácticas; en definitiva, que entienda que las paredes de un aula son mucho más que un espacio de instrucción didáctica y se convierten cada clase en un pequeño proyecto de ciudadanía, convivencia, liderazgo y trascendencia.
De la misma forma podemos agradecer que en nuestras vidas cotidianas vivimos en paz, y si se presentan diferencias, reconocer que tenemos la capacidad de resolverlas y sacar de allí valiosas lecciones. Tal vez en la medida en que aprendamos a identificar las notas que suenan en el silencio de nuestras vidas, encontremos también caminos para llevar esa paz a otros ambientes que lo necesitan.