octubre 12, 2018
Los niños que no fueron a la guerra
En 25 años la hermana Carolina Agudelo contribuyó, al frente de la Fundación Compartir, a la recuperación psicosocial de viudas y niños huérfanos, víctimas del conflicto armado en Urabá.
Juan Camilo Gallego Castro
La niña se muerde los labios y cruza sus manos en el pecho. Los tres niños alrededor intentan sonreír. Parecen tan felices.
“Es una foto histórica” —dice la hermana Carolina Agudelo—, es la foto de los primeros niños que llegaron a la Fundación en el barrio Vélez, de Apartadó, Urabá antioqueño.
El 24 de enero de 1994 fue trasladada a esta región del país, y esa foto es la primera que tomó. Ahora la mira colgada de la pared de su oficina.
—Los perdí de vista, quiero verlos de nuevo.
Esos niños, tan felices que se ven, acababan de perder sus papás, eran niños huérfanos; sus mamás, viudas jóvenes que no pasaban de 30 años.
Arreciaba el temporal.
***
—Mi vida es un misterio, dice la hermana Carolina, vivía muy contenta cuando me llamó una hermana de La Presentación. Tenía 19 años.
Carolina no era la hermana Carolina. Sus dos hermanas mayores eran religiosas. En ese entonces las definía como “mojigatas”. Estaba enamorada, tenía novio.
—Tengo vocación religiosa y vocación para el matrimonio. Respondió entonces.
Trabajaba en la Contraloría de Antioquia, entregó su carta de renuncia y le pidieron que lo pensara: “Señorita Carola, lo suyo es una ventolera. Pero si es su decisión, las puertas seguirán abiertas”. 1961, medio siglo atrás, se fue para el noviciado Los Ángeles, en el barrio Villahermosa de Medellín. Dejó su trabajo, dejó su novio. Eligió la mitad de su vocación.
Aquel hombre se quedó triste, la esperó seis meses, pero Carolina ya no era Carolina, iba en camino de ser la hermana Carolina. Un día cualquiera aquel hombre la fue a buscar, mientras conversaban le dijo: “Negra, como la llamaba, camina para recordar cómo caminabas”. Se puso de pie y fue de un lado a otro. Entonces fue el adiós. Un día su mamá le contó que aquel hombre le había dicho en la calle: “Yo quiero que sepa que la mujer que amé fue su hija”.
***
Ya en 1994, esta mujer que se consagró a la religión, escuchó al entonces obispo Isaías Duarte Cancino que le pidió ocuparse de una fundación para atender a mujeres viudas y niños huérfanos, víctimas del conflicto armado en el Urabá.
Encontró un escritorio, un computador, sillas y 150 millones para empezar.
—Le vamos a enseñar su oficina– le dijeron a su llegada.
“No, yo no quiero oficina, necesito arrendar una casa para atender a las viudas y sus familias”, expresó de inmediato.
En 1994 la Fundación atendió 45 niños huérfanos y hoy tienen más de 1300 en atención de primera infancia. Por fortuna, “ya no todos son hijos de viudas”, dice la hermana Carolina. – Fotografía: Isabel Valdés/CNMH
Hasta 1999 fue un programa de la Diócesis de Apartadó. Durante años organizó algo que llamó las tardes del compartir y así fue como luego se convirtió en la Fundación Compartir. En la primera casa atendían 45 niños huérfanos y a sus madres. La hermana Carolina mira las fotos colgadas en su oficina y se encuentra ante cientos de niños que ahora no son niños.
“Yo escuché las historias de todas las mujeres. Todas en Compartir han sido por muerte violenta. De todas esas mujeres, unas 600, están redimidas gracias a la Fundación. Siempre me dijeron que eran mujeres viudas a causa de la violencia. Yo les decía que no, que fue a causa de la guerra”.
De acuerdo con el Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica, en 1994 hubo en Apartadó 102 asesinatos selectivos. La hermana Carolina recibió 1.960 viudas en los últimos 25 años.
—No hemos superado la guerra, nos tiene en receso. Hay muchas cosas por resolver, por investigar, tantas muertes sin esclarecer, la entrega de la tierra. Los verdaderos dueños ya no existen. Aquí se daba: “si usted no me vende, le compro a la viuda”.
***
A los niños los acompañaron con psicólogos y se quedaron a vivir en sus hogares infantiles. La mayoría de las mujeres llegaron analfabetas. La hermana Carolina dice que les enseñaron a leer y escribir.
—Muchas ya son técnicas y algunas profesionales. Estas mujeres eran apéndices de sus maridos. Los hombres las sacaban de sus casas por la pobreza, la mayoría eran menores de 30 años. Los hijos de la primera viuda tienen 25, 26 años.
La hermana Carolina mira de nuevo la fotografía de los niños sonrientes. Solo recuerda que la niña y el niño que está atrás de ella, tal vez tímido, son hermanos, que la primera de 70 casas de madera que transformaron en la Fundación fue la de esa familia. Que luego hicieron 336 casas con materiales de construcción.
En las paredes de su oficina hay un cristo de hierro marrón, una virgen con su hijo en una ventana, la foto de los niños sonrientes, un cuadro gigante con decenas de fotos de niños, familias, bebés, sonrisas, casas, mamás. Estas fotos y un archivo gigante que la hermana conserva en el segundo piso de la Fundación conforman el archivo de Compartir, uno de los 2043 archivos que el CNMH ha identificado en el país.
Esta mujer de 77 años nació en Betania, “la capital mundial de la música guasca”, dice que no le gusta “la música metallica, pero hay reguetones buenos”. En enero cumplirá cinco lustros viviendo en Urabá. Dice que quiere encontrar a los niños que ya no son niños y que sonríen en la primera foto que tomó. Es que no más hace unos días un muchacho fue a visitarla. Él no sabía que Compartir aún existía. Solo quería decirle que se va a graduar de la universidad, que es un hijo de Compartir. También otro muchacho que ahora es jefe de sistemas de la Fundación; otro que es concejal de Apartadó.
—Compartir es el comienzo de una esperanza nueva, que no todo está perdido, insiste la hermana, que con la muerte de sus padres no todo estaba perdido. Una de mis grandes satisfacciones a los 77 años es cómo le pude rescatar a la violencia tantos niños que pudieron superar el vocabulario de que esperaban crecer para matar el asesino de su papá.
Y solo escuchar esa frase es suficiente para entender la vocación que tomó la hermana Carolina.