septiembre 3, 2018
Los jóvenes que abandonaron la violencia para ser gestores ambientales de Cali
La Alcaldía ha formado en estos temas a mil de ellos, en su mayoría entre los 20 y 26 años, que han crecido en condiciones de extrema pobreza o que han tenido un pie en la criminalidad.
Vivir en tres cuadras. Concebir la existencia entre dos fronteras violentas para no arriesgar la integridad. Heredar las venganzas de los tíos, los hermanos, los abuelos, porque nacer aquí, o allá, significa ser parte de esta o esa “oficina”, como se conoce a las pandillas o grupos criminales que se odian a muerte y son la ley de los barrios. Aprender a manejar armas a los cinco años, en el caso de los niños. Ceder su virginidad a los 11 o 12 a un “duro” y ser madres a los 15, con toda la carga del cuidado de los pequeños, en el caso de las niñas. Estudiar hasta los diez años. Pensar que la vida es así.
Nacer en las comunas de Cali es nacer con la pobreza, la violencia y la falta de oportunidades encima. Es nacer con el peso de una historia de desigualdad que empezó hace años en estos asentamientos, creados a mediados de los años 70, producto de las migraciones y desplazamientos forzados, especialmente de afrocolombianos, que huyeron de la violencia de los actores armados del conflicto y el narcotráfico que se disputaron (y disputan) el cordón Pacífico, que toca los departamentos de Nariño, Chocó y Valle del Cauca.
Adolfo Urbano Asprilla dice que se siente orgulloso de contarle a su familia que ya no anda en malos pasos.
“No vengo de una parte fácil. Vengo del distrito de Aguablanca, del barrio Pízamos Uno, en Cali. Cuando mi papá cayó a la cárcel por gancho ciego me tocó salir a trabajar. Y entonces ya al moreno no le empezó a gustar más el estudio y nunca terminé. Cuando cumplí los 18 me entregué al Ejército y a los dos días ya estaba en el Putumayo, en enfrentamientos con la guerrilla. Cuando salí de eso ya mis amistades que había dejado estaban en una guerra. Se habían metido en un conflicto que no era de ellos, ahí, en el barrio, por una frontera invisible, porque el barrio está dividido en cuatro sectores: Las Curubas, Las Verdes, Las Amarillas y Las Azules. Yo soy del sector de Las Curubas y ese no la va con Las Azules. Todavía existe ese conflicto. Como yo salí también agitado de prestar servicio me metí con ellos, eran mis amigos, y cuando ya quise ver estaba en la calentura.
—¿Y qué hacían?
—Uf, de todo, Dios me perdone, yo me arrepiento; no lo vuelvo a hacer y pido mucho que siga teniendo esta fuerza que tengo para no volver. Yo robaba. No me gusta hablarlo. Yo mataba, cobraba impuestos, de todo. ¿Sí me entiende?
Quien habla es Adolfo Urbano Asprilla, un moreno de 26 años. Está en una cancha de fútbol del barrio Marroquín Uno, sector Los Mangos, en el distrito de Aguablanca, al nororiente de Cali. Hace parte del grupo de jóvenes que esa mañana, con su uniforme verde con logos del Departamento Administrativo de Gestión del Medio Ambiente (DAGMA) de la Alcaldía, recogen basura y escombros y le cuentan a la comunidad cómo reciclar o cómo prevenir que el caracol africano o la hormiga arriera se sigan reproduciendo fácilmente en estos sectores, porque pueden afectar la salud humana.
Adolfo hace parte de un proyecto conocido como Gestores de Cultura Ciudadana para la Paz y el Medio Ambiente. Una estrategia liderada por la Alcaldía de Santiago de Cali desde hace tres años, que ha contado con el apoyo de la Universidad del Valle, en un primer momento, y que ahora tiene el respaldo del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), para prevenir y mitigar impactos ambientales que padece la ciudad. Esto propiciando la formación de mil jóvenes, en su mayoría entre los 20 y 26 años, que han crecido en condiciones de extrema pobreza o que, además, como Adolfo, han tenido un pie en la criminalidad y ya no quieren seguir en esas “vueltas”.
Los participantes son escogidos por la Alcaldía de Santiago de Cali, por medio de la Secretaría de Paz y, estratégicamente, han sido quienes comúnmente son rechazados cuando buscan un trabajo legal: jóvenes que integraban pandillas, víctimas del conflicto armado, habitantes de Territorios de Inclusión y Oportunidades (TIOS), o personas en proceso de reintegración. El proyecto busca “transformar vidas”, a través de capacitaciones ambientales, atención psicosocial y un ingreso de $1.300.000, que reconoce su trabajo y garantiza su permanencia y sostenibilidad de sus familias, porque la mayoría tiene entre tres o cuatro hijos a cargo.
La Alcaldía sostiene que el programa ha tenido un impacto en la seguridad ciudadana y que solo han desistido el 5% de quienes lo han empezado. Y aunque esto es difícil de medir a corto plazo, porque realidades tan complejas se decantan de a poco, es increíble escuchar testimonios de quienes, gracias al proyecto, le apuestan a un cambio. “La importancia de esta política es que vincula un tema como el de seguridad y convivencia con otros sectores de la administración como el ambiental, anclado en una idea de seguridad humana. Muchos pelados terminan en la ilegalidad por falta de oportunidades”, sostiene Claudia María Buitrago, directora del Dagma.
Claudia María Buitrago, directora del Dagma y quien está a cargo de los mil gestores ambientales de Cali.
“Esto me ha hecho muy fuerte porque no es fácil cambiar la droga por un lapicero y un cuaderno, lo mismo un arma, no es lo mismo. Esto es muy duro. Incluso en estos días me quisieron matar y no le di mente a eso, porque el que decide es el de arriba no el que quiera. Salí, vine a trabajar y me cogieron ahí los manes. Ellos no ven caras, no ven si uno cambia o no, me cogieron y me “charrasquiaron” su pistola, pero gracias a Dios no salió el tiro, yo lo que hice fue salir a correr, nada más. Esto no es pa cualquiera, esto es pa quien tenga corazón y tenga aguante”, apunta Adolfo, antes de que, en esa esquina, un grupo de pelados intimidaran con un cuchillo a una joven que pasaba en moto. Ellos, morenos, de corte de pelo rapado, con tatuajes, y vestidos con pantaloneta y tenis, nos habían saludado pocos minutos antes y le habían preguntado con amabilidad a la profesora de los gestores ambientales cómo ser parte de este proceso.
Lina Bastidas es una convencida de que es cuestión de oportunidades, de que la seguridad no solo puede ser pensada desde la represión y de que estos gestores ambientales que ella capacita han podido transformar las realidades hostiles que han vivido. “La naturaleza del contexto y la población nos lleva a tener formas creativas de educación y formación. Uno entabla vínculos muy especiales y ve en ellos capacidades enormes de organización y liderazgo”, cuenta y narra historias de resistencia, como la de aquel muchacho que para llegar a clases tiene que ponerse un casco dentro de la casa antes de montarse en la moto del amigo que lo saca todos los días apurado de su barrio, porque su cuadra se la tomó una “oficina” enemiga y si lo ven lo matan.“Yo necesito cambiar por mis sobrinos”, recuerda que le dijo.
La esperanza de Paola
“Yo quiero postularme para ser alcaldesa local el próximo año, pero no puedo porque tengo antecedentes penales. En estos días pensé en eso y me derrumbé. Yo soy una persona resocializada, con un cambio de verdad, y ahora que se acabe el proyecto, qué va a ser de mi vida”. Es la voz de Paola Andrea Villanueva, de 32 años, la escucho en un mensaje de voz que me deja en el celular. Una semana atrás, estábamos en su barrio, en la comuna 16 del distrito de Aguablanca, en el barrio Antonio Nariño. Paola estaba sembrando algunas matas, junto a varios vecinos y jóvenes. “Esto es una frontera”, decía y sonreía porque como gestora ambiental y líder se ha ganado el respeto y el cariño y ha podido atravesar esas líneas violentas que han confinado a esos territorios olvidados.
Paola Andrea Villanueva es gestora ambiental y líder de la comuna 16 del distrito de Aguablanca, en el barrio Antonio Nariño, de Cali.
Paola, como el resto, ve con preocupación que el proyecto de gestores ambientales vaya hasta diciembre de 2018 y teme que si se acaba la vida sea igual de dura a como era antes. Cuenta que en su caso los antecedentes penales son producto del tiempo en que terminó trabajando en tráfico de estupefacientes por necesidad y presión de los armados. Y aunque no pagó cárcel sí ha tenido que cargar con el estigma y las restricciones laborales y sociales que significa tener antecedentes penales. Quizás, por eso insiste tanto en la importancia de darle continuidad a este proyecto que se ha disputado, con educación y reconocimiento, a jóvenes que sostenían “no ser nadie”.
FUENTE: EL ESPECTADOR