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agosto 27, 2018

Carmen de Burgos: Ellas y ellos, o Ellos y ellas, contra el patriarcado


“Hoy me gusta lo impensando, lo incierto; me atrae lo desconocido; el encanto del libro que no se ha leído y de la partitura que no escuchó jamás. No comprendo la existencia de las personas que se levantan todos los días a la misma hora y comen el cocido en el mismo sitio. Si yo fuera rica, no tendría casa. Una maleta grande y viajar siempre. Deteniéndome en donde me agradase, huyendo de lo molesto… aspirando el aroma de las cosas sin analizarlas. Eso de hacerse un palacio con cementerio y todo para vivir y morir en un mismo sitio me parece que nos asemeja a los moluscos”.

Basta con leer las pocas pero jugosas páginas de la Autobiografía con la que se abre la recopilación de novelas cortas de Carmen de Burgos editada por Huso con el título Ellas y ellos, o Ellos y ellas, para detectar que la almeriense no solo fue una pionera en muchos oficios, sino ante todo y, sobre todo, una mujer que luchó por ser ella misma en un contexto donde lo habitual es que las mujeres fueran “seres para otros”. En esa Autobiografía, publicada en 1909 a requerimiento del gran amor de su vida, Ramón Gómez de la Serna, lo deja muy claro: “Detesto la hipocresía y como soy independiente, libre y no quiero que me amen por cualidades que no poseo, digo siempre todo lo que siento y se me antoja. Así los que me quieren, me quieren de veras. Los que me detractan por la espalda, se quitan el sombrero delante de mí. Jamás pensé en el medro personal a costa de liberar o de abjurar de mis convicciones”. Menuda lección que todavía hoy estamos por aprender y que tanto me recuerda a la Clara Campoamor de Mi pecado mortal, el voto femenino y yo. “Me gusta todo lo bello, y la libertad de hacerlo sin afiliarse a escuelas”, nos dejó dicho Colombine.

La memoria de Carmen de Burgos, la Colombine que desafió un mundo tan de hombres como era la España de principios del siglo XX, es la de una mujer que ser ríe de la unidad del “yo” – “porque llevo dentro mucho yoes, hombres, mujeres, chiquillos, viejos…”-, que llora con los oprimidos, que siente que lo hermoso es amar la vida y que solo aceptó el amor como una bella mentira. Una mujer que luchó para que sus iguales salieran del pozo hondo al que las tenía condenadas el gobierno de los padres: “Pienso en las almas de mujer que con una frase puedo liberar del oscurantismo…” Rescatar su memoria supone, pues, no solo recuperar el vasto legado periodístico y literario que nos dejó, sino también tender puentes con todas las que batallaron por un orden social y jurídico en el que al fin dejaran de ser consideradas unas menores de edad o unas discapacitadas. La memoria democrática, además de exhumar cuerpos infames y de dar justa sepultura a los que continúan invisibles, supone recuperar el hilo perdido de mujeres como Carmen, como Las sin sombrero, como las muchas Zenobias que acabaron siendo esclavas de genios, como las que todavía hoy siguen sin ser estudiadas en los manuales de Historia, de Filosofía o de Literatura. Lecciones que por tanto nos cuentan mentiras o, en el mejor de los casos, verdades a medias.

El delicioso volumen editado por Huso, que recoge una selección de novelas cortas realizada y prologada por Baby Rivera, tiene la gran virtud de mostrarnos el sentido ético y hasta militante diría yo de la que fue, entre otras muchas cosas, una de las primeras mujeres corresponsales de guerra. En todos los relatos vemos una constante: la reivindicación de la mujer independiente, liberada de las múltiples cadenas que condicionaban su vida. Cadenas que tenían la forma de leyes, de costumbres o, en el mejor de los casos, de reglas del amor. Debemos recordar cómo Carmen de Burgos fue una de las mujeres que más lucharon por acabar con un Derecho Civil que mantenía a las mujeres casadas en una posición subordinada, sometidas a la autoridad del pater familias y sin ni siquiera posibilidad de romper el vínculo.

Las dos primeras novelas que se incluyen en este libro, “El abogado” y “El artículo 438”, se centran justamente en la denuncia de un orden jurídico hecho a imagen y semejanza del varón, y que por tanto dejaba a la mujer absolutamente indefensa. “Ella rompió a llorar con desconsuelo… La legalidad la aplastaba con todo el alboroto ficticio de consideraciones sociales que se oponían a la libertad, el amor y la justicia”. Con un lenguaje y un estilo narrativo claramente deudor de su mirada inquieta de mujer periodista, De Burgos deja al descubierto las miserias de un mundo, el jurídico, que un siglo después continúa arrastrando casi las mismas sombras. “Del mismo modo, pasaban los jueces, revestidos de toga, tocados de birretes, con su aspecto de incomunicación de todo, y un aire fosco. Unos señores atrabiliarios y secos, que en nada recuerdan a la plácida Temis, y que no sonríen jamás y se apartan de las pasiones humanas que tienen que comprender y juzgar; las pasiones en las que está la Ley verdadera”. ¿Les resulta cercana esta imagen? ¿Verdad que no han cambiando tanto las cosas pese a vivir en una democracia? La indefensa protagonista de “El abogado” siente lo que sé que hoy siguen sintiendo muchas mujeres ante el aparato de una justicia que también tiene género: “le daba miedo aquel espectáculo teatral de la administración de justicia. Aquellos hombres, armados del poder de juzgar, que podían dictar fallos inapelables, ¿por qué no se inclinaban siempre a la benevolencia?”.

Recordemos que el patriarcado jurídico siempre usó tres herramientas para mantener a las mujeres en estado de subordiscriminación: el Derecho Constitucional, mediante el que se les negó su condición de ciudadanas; el Derecho Civil, por el que se las mantuvo sometidas y sin derechos en el matrimonio y la familia; y el Derecho Penal, que sirvió para sancionar un juicio moral muy estricto sobre sus cuerpos y su sexualidad. La suma de estos tres instrumentos avalaba y legitimaba el dominio masculino

En “El artículo 438” Carmen de Burgos, usando la referencia específica de dicho artículo del Código Penal entonces vigente, denuncia cómo sobre las mujeres siempre ha habido un más severo juicio no solo jurídico, sino también moral. En dicho artículo, con un tratamiento penal privilegiado, se venía a justificar, incluso a legitimar, la acción violenta del marido que sorprendiera en adulterio a su mujer. “Y en cambio, tú tienes el desprecio de la sociedad, porque rechazas a un hombre indigno y correspondes a un amor honrado. Estás a merced del capricho de tu marido, que puede hacerte condenar por adúltera, llevarte a un manicomio, arrancarte tu hija y tu fortuna, y hasta matarte, sin responsabilidad, acogiéndose al artículo 438 del Código Penal, que absuelve a los asesinos de sus esposas si ellas les son infieles”.

Recordemos que el patriarcado jurídico siempre usó tres herramientas para mantener a las mujeres en estado de subordiscriminación: el Derecho Constitucional, mediante el que se les negó su condición de ciudadanas; el Derecho Civil, por el que se las mantuvo sometidas y sin derechos en el matrimonio y la familia; y el Derecho Penal, que sirvió para sancionar un juicio moral muy estricto sobre sus cuerpos y su sexualidad. La suma de estos tres instrumentos avalaba y legitimaba el dominio masculino: “Soy el hombre, el marido, el padre, y tengo el derecho a educarla como me plazca”. La diligencia del buen padre de familia, como todavía hoy sigue diciendo nuestro Código Civil: “Soy un buen marido que no hace ni más ni menos que lo que hacen los demás hombres en mi caso”. En paralelo, ellas como víctimas- “María de las Angustias era víctima de las leyes y las costumbres españolas”- de un sistema que incluso legitimaba la violencia masculina – “la maltrataba, la insultaba, le hacía sufrir sus borracheras…” Carmen fue una de las muchas mujeres que reclamaron la introducción del divorcio – “¡Qué felices deben ser las naciones donde existe el divorcio!”- , el cual no sería reconocido hasta 1932, y que pelearon por cambiar unas leyes que el hombre podía burlar y que convertía a las esposas en propiedad de los maridos por toda la vida. “La ley, promulgada por el hombre, favorecía siempre a los hombres y humillaba a las mujeres (…) Era solo un privilegio masculino. Los jueces se cuidarían mucho de no quebrantar aquel principio de autoridad que era como su privilegio, la lección indirecta que daban ellos a sus propias mujeres”.
El hombre, el marido, el Estado, el Derecho, las Fuerzas y Cuerpos de seguridad, todos eran piezas de un orden que Colombine describe con toda su crudeza: El orden del patriarca. “No era un hombre lo que tenía frente a sí. Era la ley, y la sociedad toda, hechas carne. ¡Era el marido! (…) No era un hombre que lo atacaba y contra el que no podía defenderse. Aquel hombre calmoso y frío, con el revólver en la mano, tenía esa fuerza de la Guardia Civil, contra la que no puede defenderse el criminal. No había defensa posible; el marido fusila, no se desafía”.

Frente a ese poder, era evidente a favor de quién jugaba siempre la presunción de inocencia: “Fue en vano que se trajesen al tribunal pruebas y testigos de los vicios del marido, de sus borracheras, de su comercio con las hembras más bajas, de los malos tratos a su mujer y de la dilapidación de su fortuna. Todo aquello no tenía importancia; eran cosas de hombres, sin la gravedad de una falta femenina”. Y, por supuesto, la opinión pública siempre de parte del vencedor: “La burguesía estúpida está siempre del hombre que mata”.
Pero no se limita Carmen a poner de manifiesto las tremendas injusticias que sufrían las mujeres españolas a principios del siglo XX, sino que también quita las máscaras de un orden heteronormativo y frente al que tienen que pelear mujeres y hombres que no encajan en la norma.

En el más que brillante y sugerente relato que da título al volumen, la almeriense, con una mirada contemporánea, cinematográfica diría yo, nos pone delante de los ojos la enorme diversidad del ser humano desde el punto de vista sexual. Incluso la de aquellos y aquellas que desafían el binomio masculino/femenino. “Y, sin embargo, todos los adjetivos que se aplicaban a estos pobres descalificados los merecían más esos hombres escondidos, esos machos soeces, sucios, encubiertos, tortuosos, que engañaban a los buenos hombres mientras que compartían todas la villanías secretas…” Los enfermos, los pecadores, los delincuentes, los vagos y maleantes, los peligrosos para la sociedad: “Era como un escándalo y un delito ser un enfermo sin virilidad; parecía esta un atributo que era vergonzoso no poseer (…) Lo dominaba una fuerza mayor. La Naturaleza había hecho de él un ser aparte, un género distinto”; “Se le miraba como un ser extraño; si iba da algún sitio, se sentía el blanco de todas las miradas, las gentes cuchicheaban; lo trataban a él, un pobre enfermo, lo mismo que a todos aquellos esposos viciosos y despreocupados, para los que el amor no era más que el disfrute de un grosero placer”.

La moralidad española tan dada a cerrar armarios con llave: “Es que nosotros gustamos del secreto y del silencio como de un refinamiento más. Quizás tenemos demasiado sol, y eso nos ha acostumbrado a buscar las sombras”. La moralidad tan dada a hipocresías y cinismos, que De Burgos retrata con bisturí maestro: “La moralidad inglesa resulta antipática e insoportable cuando condena a un Oscar Wilde”, “¡Oh! Es el que el genio tiene derecho a todo… De eso no decimos nada… Aquí también los tenemos y los veneramos… Hasta parece que necesitan esa mezcla de dos sensibilidades, para ser más exquisitos, más perfectos”. Incluso la inteligente autora se atreve a apuntar debates que hoy siguen estando abiertos y que, por ejemplo, enfrentan a feministas con algún sector del movimiento LGTBI. Veámoslo en el siguiente diálogo:
“… si el feminismo nos iguala, ¿por qué no hemos de tener para el hombre que se liberta esa especie de admiración que sentimos por las estrellas, las vencedoras?
Estalló Loreto:
– No me diga usted eso; la mujer tiene la disculpa de su debilidad, su falta de medios de lucha.
– ¿Y cree usted que muchos de estos no son como mujeres? Que no tienen derecho de asustarse, de estar toda la vida amarrados a una oficina, sin poder faltar una hora a sus expedientes? Ellos también quieren gozar, liberarse, ser amados…”
Y, por supuesto, como no podía ser de otra manera, tratándose de Carmen de Burgos, ellas también son protagonistas, también tienen voz propia, para expresar sus dilemas, para reclamar ser reconocidas desde sus deseos. Las palabras de Juana, una de las protagonistas de la novela, vuelven a darnos una lección: “Tú eres un enfermo, como yo, porque yo… yo también quisiera ser hombre de verdad. Nuestros amigos se pasan la vida imitando a las mujeres, de las cuales abominan; yo, envidiando a los hombres, que desprecio. Este dolor no es nuestro. Es el mal de esta generación heredera de todas las virtudes de nuestros antepasados… esas virtudes que han formado esta degeneración, esta debilidad, esos seres indecisos que no se sabe si son Ellas o Ellos…” La heterosexualidad como régimen político y el dolor de las personas excluidas: “no somos viciosos, somos doloridos… fatalmente doloridos… ¡Y se ríen de nosotros!”. La homofobia, la externa y la interiorizada: “el dolor de vidas truncadas de todas aquellas criaturas que parecían haber alcanzado una mayor suma de sensibilidad artística, de gracia delicada, de comprensión bondadosa; y que aparecían envueltos en aquella terrible malla de los anhelos imposibles e irrealizables”.

leer a Carmen de Burgos no es solo disfrutar de su excelente prosa, de su mirada incisiva y crítica, de su ironía y de su ternura, sino también hacer un ejercicio de memoria democrática en estos tiempos donde pudiera parecernos que el feminismo ha brotado como por arte de magia.

Como buena feminista, y por tanto sujeto crítico con todos los andamiajes que generan desigualdades, Carmen de Burgos también se revela contra lo que ya entonces empezaban a ser males de una sociedad más preocupada por el tener que por el ser. La contundencia irónica de sus novelas “Villa María” o “Los huesos del abuelo” bien podría servirnos hoy como foco crítico de un contexto neoliberal en que los ciudadanos pasamos a ser meros consumidores y los deseos parecen convertirse en derechos. Incluso en la divertida “El mejor film”, en la que describe con todo detalle un rodaje de la época y se adentra en el mundo del teatro y del cine, nos ofrece una radiografía que sorprende por su actualidad. Así, cuando un actor expresa su desaliento ante un público que no entiende el verdadero arte: “es el mismo público que ríe las payasadas, compra los libros estúpidos y se deleita con las chocarrerías de cualquier arribista”. ¿Les resulta familiar? Esas gentes que aplauden al imitador de animales y que crean ídolos con la misma facilidad que los destruyen: “Se levantan ídolos, porque de los ídolos viven los sacerdotes. Se hacían pedestales a los inútiles, porque cuanto más los elevaran mayor sombra proyectaría sobre los que los rodeasen”.

Pero, insisto, como hilo que cose todas las páginas, como aliento que parece hablarnos de la “mujer nueva” de Alejandra Kollontai, las ansias de emancipación de la mitad siempre sojuzgada. Como la protagonista de “El perseguidor”, Matilde, una viajera que, al igual que Carmen, huye de la monotonía y no quiere verse sujeta a nada. Una vida llena de amor hacia todo, de anhelo siempre renovado. “No quiero una vida de molusco, pegada a una roca. No quiero saber en qué cementerio me han de enterrar”. Una mujer que en sus viajes siente una sombra que la persigue y que no es otra que la del Hombre empeñado en pararle los pies. Una mujer, Matilde, que, como todas las mujeres, fue educada en el miedo, y a la que lamentablemente, no sé si en una jugada irónica de la escritora, vemos finalmente casada y enamorada. Sobre todo porque la misma Colombine se pregunta en la novela que cierra el volumen, y titulada como si fuera una copla “Puñal de claveles”, si casarse “¿era ir al amor o ir al fastidio?”. Porque, ya se sabe, casarse para las mujeres era como entr, “en un lugar donde, por amantes que fueran los hombres, tenían que mostrarse fuertes, duros, si no querían caer en el descrédito de los que supusieran dominados por las mujeres”.

En fin, leer a Carmen de Burgos no es solo disfrutar de su excelente prosa, de su mirada incisiva y crítica, de su ironía y de su ternura, sino también hacer un ejercicio de memoria democrática en estos tiempos donde pudiera parecernos que el feminismo ha brotado como por arte de magia. Leer a la reportera y activista es también reconciliarnos con las que nos precedieron, con las que empezaron a tejer tapices, con las que nos alumbran como “abuelas intelectuales”, en palabras de Marifé Santiago. Las que nos recuerdan que el feminismo no es otra cosa que un humanismo integral. Las que, como Carmen de Burgos, nos enseñan a huir “de los genios consagrados y de los viejos dómines”. No dejen de leerlas.

Ellas y ellos, o Ellos y ellas. Novelas cortas de Carmen de Burgos, selección y prólogo de Baby Rivero, ediciones Huso, 2016.

FUENTE: TRIBUNA FEMINISTA


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