febrero 2, 2018
El rastro del hombre acusado de abusar a 276 niños en Colombia
Esto es lo que nos contaron quienes conocieron a uno de los hombres más buscados de Colombia.
El puesto ocho del ciber era su favorito.
Frente a una computadora de carcasas negras, se sentaba cada día a transcribir textos, alistar presentaciones con diapositivas, editar videos para sus clientes o revisar su cuenta de Facebook.
Siempre encaraba hacia la pared, concentrado con la cabeza gacha, hasta el punto de aislarse por completo del bullicio que le rodeaba. A su lado colocaba una bolsa de caramelos de leche, chupetas de sabores varios, galletas o globos multicolores.
Las golosinas y confites no eran para él.
Los reservaba para los niños que frecuentaban entre 2008 y 2009 aquel local de fotocopias, servicios detallados de internet y elaboración de trabajos universitarios, aún ubicado en la avenida Libertador de Maracaibo, en el occidente de Venezuela, frente a una cancha de baloncesto y entre calles atestadas de comerciantes.
Sus edades oscilaban entre los siete y los 12 años. Los sentaba en su regazo o entre las piernas para mostrarles videojuegos en línea o abrirles cuentas en alguna red social con las cuales podían comunicarse luego.
Deixi Tapia, una mujer morena, simpática, entrada a sus cincuenta años y dueña del ciber Vasedeca, tiene la piel de gallina mientras recuerda esas escenas —que siempre le parecieron atípicas—, sentada en una silla de espaldar rígido en su negocio al mediodía del último día de enero.
Regañaba constantemente, sin éxito, a aquel hombre de origen colombiano, experto en computación y de actitud reservada que trabajó para ella durante 18 meses. De ello, hace 10 años. Lo conoció entonces como “Danilo Gutiérrez”.
Las autoridades policiales y judiciales de Colombia tienen registros de su verdadera identidad: Juan Carlos Sánchez Latorre, nacido el 13 de septiembre de 1980 en El Espinal (Tolima), criado en Barranquilla y señalado en su país de 276 abusos a niños, niñas y adolescentes entre 2001 y 2006.
Fue capturado recientemente en Venezuela luego de que la Policía lo buscará por más de cinco años.
“Yo sabía que él tenía algo que esconder, ¡yo sabía! Sabrá Dios cuánto desastre habrá hecho”, declara su expatrona a BBC Mundo, aún en shock por los reportes recientes de diarios locales, que dan cuenta de su detención en diciembre pasado en el oeste de la ciudad y también de sus fechorías en el país vecino.
Había estado preso en la cárcel colombiana La Modelo entre marzo y noviembre de 2008, pero el Juzgado Séptimo Penal Municipal de Barranquilla ordenó su libertad por vencimiento de términos en el juicio en su contra por abusar de un niño de ocho años.
Fue cuando aprovechó para evadirse hacia Venezuela.
‘Modus operandi’
No fue sino hasta el 30 de enero de 2017, nueve años después, cuando la Organización Internacional de Policía Criminal (Interpol) expidió en su contra una circular azul, que tiene como objetivo “localizar, identificar u obtener información sobre una persona de interés en una investigación criminal”.
Las indagaciones revelaron su modus operandi de otrora: contactaba a los niños en centros comerciales o en las calles de Barranquilla, llevándolos posteriormente a moteles para filmarles y tomarles fotos desnudos, bajo extorsión con dinero o amenaza con armas blancas.
La prensa colombiana le apodó ‘Lobo Feroz’ o ‘Sadyko 13’, como él mismo se identificaba en sus comunicaciones con su comprador. Halló escondite en la capital del estado fronterizo de Zulia a finales de 2008, según refieren conocidos y vecinos del centro de la ciudad.
Deixi lo describe como un hombre de escasos recursos, “inestable”, nómada, que en ningún momento mencionaba su pasado en Colombia. Demostraba pánico ante las cámaras, dice. Las evadía. Odiaba retratarse bajo la excusa de que no era fotogénico.
Era extraño que comprara tantos detalles para los niños cuando era conocido por su avaricia.
“Era muy miserable: no se tomaba un vaso de agua si había que comprarlo”.
Discusiones y sospechas
Al principio, era un empleado versado en sus oficios de computación, respetuoso, que acataba cada directriz. Había hecho amistad con profesores y estudiantes de colegios y universidades cercanas, como la Unir.
“Él traía muchos clientes. Yo lo tenía observado”, se excusa la mujer.
Luego, comenzó a desafiarla en discusiones laborales y demostró poca paciencia con clientes, especialmente las mujeres.
“Danilo” controlaba las computadoras a su antojo. Solo él manejaba sus claves. Y las desbloqueaba para que menores de edad las usaran, pese a que las ordenanzas de la ciudad prohíben la permanencia de niños o adolescentes en sitios con acceso a Internet.
La municipalidad sancionó al negocio por ello en dos oportunidades.
“Me echaba tierra en los ojos (engañaba) y lo volvía a hacer. Se le pegaba mucho a los niños, sobre todo a los varones”, lamenta Deixi, escudriñando con la mirada a su derredor para ubicar el par de multas impresas, todavía adheridas con cinta adhesiva en las paredes del cyber.
Deixi quiso saber de sus pasos a medida de que sus suspicacias aumentaban y ordenó a un conocido a seguirle hasta su casa, a unas cuadras. Lo hizo en más de una ocasión.
“Se metía la gorra en la cabeza hasta que casi no veía, iba con la cara tapada. En la plaza Bolívar siempre andaba como con cinco o seis carajitos, niños de la zona”.
La de hija Deixi le reprendía, entre chanza y celo, cada vez que lo veían en esas andanzas. “¡Vos tenéis que ser violador!”, le recriminaba en su cara. “Y nos ponía la mirada fea”.
En noviembre pasado, a solo unos días de que los funcionarios de Interpol y el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) lo detuvieran, Deixi se lo topó en una agencia bancaria del oeste. “Danilo” le presentó como su esposa a Mariana, una veinteañera recién licenciada en Comunicación Social.
Su exjefa bromeó con que era la primera vez que le veía sin gorra.
Recuerda su respuesta: “Uno va madurando. Uno va superando las frustraciones”.
Bien portado tras la maldad
“¡Ya va! ¡Ese es Danilo!”.
Mildred* interrumpió el corte de cabello de su cliente. Vio, sorprendida, cómo los detectives del Cicpc y la Interpol detenían y esposaban a uno de los cuatro inquilinos que residían en los cuartos superiores de su vivienda, en el sector Cumbres de Maracaibo de la Circunvalación 2, donde también administra su salón de belleza.
El hombre la miró con pena desde la patrulla, recuerda la mujer tras las rejas frontales de su hogar, pidiendo a su vez a la prensa que reserve su verdadero nombre.
“Pregunté por qué se lo llevaban y me dijeron que estaba solicitado por abuso a menores”.
Una investigación de la Organización Internacional de Policía Criminal que se inició en febrero de 2011 permitió dar con el paradero de Sánchez Latorre en Venezuela, informaron medios colombianos. El descifrado de computadoras de otro delincuente similar en México, conocido como Héctor Manuel Farías, fue clave.
El arresto ocurrió a las 10:00 de la mañana del viernes 1 de diciembre en la planta baja, justo enfrente de unas escaleras que anteceden a un piso de ocho habitaciones individuales, cada una en alquiler por 250.000 bolívares al mes. Los inquilinos solo comparten una cocina común.
Juan Carlos Sánchez Latorre residió durante “tres meses y pico” en una de esas habitaciones de 3×3 metros, baño individual y armario. Alguna vez pagó su renta con dinero en efectivo, escaso en Venezuela, y otras lo hizo mediante transferencias bancarias.
Mildred casi no lo trataba. Apenas lo saludaba frente a su hogar o le hacía encargos eventuales de comida cuando se dirigía hasta Los Plataneros, un mercado popular cercano.
La policía regresó horas luego para entregarle las llaves de las puertas del primer piso y de su cuarto. Se llevaron las ropas y pertenencias del detenido. Entre ellas resaltaban afiches de series infantiles, como los Power Rangers y los Caballeros del Zodíaco.
“Danilo” nunca incumplió las normas de la residencia.
Mildred aún no se zafa de su sorpresa.
“Yo decía que tenía que ser una equivocación. A veces (los criminales) tratan de ponerse bien cuando han hecho tanta maldad”.
El sastre de Calle Carabobo
Sergio*, vendedor de jugos y cigarros de la calle Carabobo —un sector de casas de vieja data, fachadas coloridas, celebradas como parte del patrimonio cultural del Maracaibo de antaño—, quedó boquiabierto al ver la fotografía del abusador de menores que BBC Mundo le mostró.
“¡El corazón lo tengo acelerado! Lo veía siempre por aquí hace años. Venía todos los días a almorzar en ese restaurante”, el Kantv, un humilde comedor de la localidad, cerca del caso central.
Juan Carlos —de aspecto pálido y cabello negro, medianamente largo, en la gráfica— fue su vecino 10 años atrás. En esos tiempos alquiló una habitación en una casa de dos pisos y paredes de bloques, que antes operaba como sitio de tragos nocturnos.
Era una persona “normal”, “cerrada”, de porte “flaquísimo”, detalla Sergio. Agrega que vestía de shorts y franelas deportivas cuando deambulaba por esas calzadas, cercanas a las sedes administrativas de la alcaldía, la gobernación regional, el Consejo Legislativo y la catedral.
Siempre mostraba fajas gruesas de billetes de bolívares al pagar sus comidas. Una cinta métrica guindaba de su cuello todos los días. Se vendía como sastre de oficio.
“Yo le decía que manejaba muchos cobres, que si vendía droga, y él me decía que había vendido algunas cosas, que él era sastre”.
Sergio bromeaba invitándole a viajar a Colombia para escapar de la crisis económica. “Él me decía que no, que allá la vaina estaba pelúa (difícil), que me quedara aquí. A veces lo veía con chamas de 18 o 20 años en los centros comerciales, bellas”.
“¿Que era sastre? No creo”, suelta, tajante y ofendido, Carlos Tovar Vargas. Él se autodenomina como uno de los únicos dos maestros de corte y costura que aún viven en el centro de Maracaibo. “Él solo hacía sus camisitas y sus pantalones. Era callao’, como muchos por aquí”.
La gente asocia al colombiano con La Fortuna, una sastrería ubicada al lado de la casa donde vivía. Jorge Robles, su encargado, niega todo vínculo de amistad o labores.
“Él pasaba a veces por aquí. Nunca le vi interés en nada de eso de lo que lo acusan. Nos asombró que aquí viviera un monstruo así”.
Néstor Humberto Martínez, fiscal general de Colombia, informó el 24 de enero pasado que su despacho solicitó a Venezuela la extradición de Sánchez Latorre. También llamó a las víctimas en su nación a comparecer a las audiencias.
No hay denuncias en su contra conocidas en Venezuela.
El “Chavo” de la calle 96F
Un adolescente, de unos 15 años, juega a embocar una perinola roja tumbado sobre una acera de la calle 96F del sector Los Claveles, donde residió Sánchez Latorre entre 2014 y 2017.
La fama de depredador sexual jamás le hizo sombra en esos predios.
El joven ríe nerviosamente cuando le mencionan a “Danilo”. Los muchachos de la cuadra compartieron con él como si se tratara de un joven más. No puede creer que haya violado ni abusado de menores de edad, como leyó en los diarios.
“Él vivió por aquí, claro. En el teléfono, un Nokia viejo, tenía como 800 juegos. Jugaba sobre todo uno de Dragon Ball. Usaba el Facebook. Él se pegaba a la cerca de la casa de enfrente para robarse la señal del wifi”.
La vecindad le veía como un hombre inocentón, conversador, experto en computadoras, que ayudaba a gente de la localidad a hacer sus trabajos universitarios.
Por algún tiempo, Sánchez Latorre se dedicó a revender comida. Llegó a pasar tanta necesidad que rebajó de peso, no pudo pagar su alquiler y tuvo que vender sus electrodomésticos para subsistir.
“Nunca se le vio el ‘sadiquismo’. Si se le desarrolló eso, fue para allá (Colombia)”, apunta la señora de porte robusto y tez oscura que le rentó una de las habitaciones de su hogar, ubicado a solo 50 metros de la iglesia cristiana Cimiento en la roca.
“Danilo” no vivía solo. Le acompañó su pareja, Roselín, con quien mantuvo una relación de más de dos años, según calculan las voceras de la comunidad. Cuatro meses antes habían compartido residencia en una casa de la Circunvalación 3, en los límites de la ciudad.
La joven declaró al Diario Versión Final, un medio local, que Sánchez Latorre llegó a amarrarla para forzarla a tener relaciones sexuales.
Denunció que la fotografiaba desnuda, bajo amenaza. Testificó que él portaba una cámara en la que había gráficas eróticas y mencionó que la dejó en la calle al vender sus bienes.
BBC Mundo se aproximó a su nueva casa, ubicada a dos cuadras, pero sus ocupantes negaron que residiera allí.
Una vecina precisa que sus amoríos culminaron en 2015. “Ella dice que él quería que lo mantuviera. Todo el dinero se lo daba a él. Cuando rompió con Roselín, él le rogaba, le suplicaba, le lloró. Le pegó la separación”.
“Danilo” ventiló su despecho en Facebook. Una curiosidad: uno de los hombres más buscados de Colombia no ocultó su verdadera identidad en la red social.
Su perfil lo exhibía como “Juan Carlos Sánchez, servicio técnico en computadoras, trabajador, servicial, caritativo, desarrollador de soluciones, creativo, analista, divertido”.
“Yo creo que no debería existir el 14 de febrero. Qué fecha tan (“&#(=$%, cómo odio ese día y recordar la coña e’ madre esa de hace dos años”, escribió el Día de San Valentín del año pasado.
Mensajes bíblicos; anuncios de aparatos eléctricos a la venta, fotografías de Mariana, su última pareja; publicaciones de autoayuda; reportes de sus andanzas en videojuegos en línea -como Cookie Jam-; e imágenes de la serie animada Los Caballeros del Zodíaco atestan su “muro”.
Su afición a los juegos y al anime japonés no solo gozan de un altar en su cuenta de Facebook; también le valieron fama de tonto en Los Claveles.
Sánchez Latorre fue incluso el hazmerreír de sus vecinos en un Carnaval en el que decidió disfrazarse como el protagonista de “El Chavo del 8” para la fiesta organizada por la familia Osorio, cerca de su residencia. Se comprometió con su atuendo: lució los tirantes, el pantalón y los zapatos similares a los del personaje televisivo más famoso de Roberto Gómez Bolaños.
No fue su disfraz lo que despertó la burla, sin embargo. Siendo hombre de pocos tragos, bebió tres cervezas antes de dormirse, acunado por una borrachera precoz, y amaneció traicionado por sus esfínteres.
Su arrendataria se ahoga con una risotada al contar la anécdota.
“Danilo” le tenía terror a la policía. Lo demostró en otro festejo en el sector La Pastora: la rumba fue tal que los vecinos amenazaron con llamar a las autoridades y Juan Carlos se escondió horrorizado en un baño. “Tuvimos que sacarlo de ahí”, recuerda ella.
Un reporte del diario El Tiempo de Bogotá informó que Sánchez Latorre era uno de los principales proveedores de pornografía infantil al mexicano Héctor Manuel Farías, abusador en serie capturado en julio de 2007 y quien distribuía el material en varios países, según un informe de la Interpol.
La investigación detectó 1.400 envíos de materiales al mexicano en los que las víctimas son niños de entre los dos y 15 años. El colombiano recibió entre 200 y 400 dólares por los catálogos de imágenes de niños barranquilleros, según las autoridades de la Dijín citadas por el diario.
La arrendataria duda de esas versiones.
“No sé qué dólares tenía, si él pasaba hambre. Era tacaño, solo comía pan y fresco (soda)”.
Tampoco cree que haya abusado de nadie en su comunidad.
“Si hubiese pasado algo, aquí lo hubiesen matado”.
Encorvado, nervioso, hermético
—Señora, ¿aquí editan videos?
—No, señor, aquí no edit…
—¡Heeeey! ¿Qué fue? Yo sé editar videos.
Leidys* quedó perpleja ante el grito que interrumpió su conversación con un cliente de su ciber poco antes de agosto de 2017. “Danilo”, su empleado, alzó la voz desde su puesto de trabajo, al fondo del local, para proclamarle su experticia.
Era su tercer empleo en un negocio de computación del sector San Rafael, al oeste de Maracaibo, muy cercano a la residencia donde meses luego le detendría la policía.
“Sabe demasiado de computación, puede dar clases de eso. No puedo creer que sea esa persona de la que hablan. Era bien hablado, no era pasado, caminaba todo loquito, encorvado; eso sí, no tenía una mirada fija”, cuenta la mujer, que administra el negocio junto a su esposo.
Leidys lo recuerda como un hombre tacaño, que no violaba su presupuesto ni por un céntimo. “Él solo comía platanito con salsa de tomate y a veces sopa en un restaurante de comida china que queda cerca. Eso sí: era trabajador al 100%. Le gustaba venir hasta los domingos”.
Esos días no tenía supervisión.
En las horas en que escaseaban los usuarios, “Danilo” se dedicaba a ver la serie anime Los Caballeros del Zodíaco. También en sus computadoras y redes tenía decenas de documentos bloqueados.
Aquellos cercos tecnológicos dificultaban el trabajo de los propios dueños y provocaron su despido. “Él decía que allí solo descargaba películas”. Una carpeta de videos que él administraba está vacía. La de juegos contiene tan solo una sección de Microsoft Games.
“Él cambiaba a diario las IP (números de identificación de la red) de las computadoras, hasta tres o cuatro veces”. Esos registros permiten a las autoridades y expertos en computación conocer la locación de todos los usuarios de Internet.
Ni ella ni su esposo han sabido modificar la configuración de las redes de su local. La mayoría lleva aún el nombre de su exempleado: “Danilo 01”, “Danilo 02”, “Danilo 03”, “Los Hermanos Kike”.
Sus accesos están restringidos con usuarios y claves que solo conoce el hoy detenido en la sede del Helicoide de Caracas, sede del servicio estatal de inteligencia.
Meses antes, funcionarios de Interpol detuvieron al dueño de un cyber cercano que él frecuentaba. Denunciaron que desde ese lugar alguien había subido a la red un video de pornografía infantil.
Leidys saca sus cuentas. No le parece casual ese episodio dadas las revelaciones sobre Juan Carlos, alias “Danilo”.
“Era muy nervioso con la policía”.
Una vez hubo un problema con un cliente porque mi esposo rompió sin querer un título universitario original. “Llamaron a la policía y él salió corriendo, se fue del local”.
“Quizá dejó atrás la maldad”
—Se dice que Juan Carlos tuvo una cercanía preocupante con niños, que los sentaba en sus piernas en los ciber.
—Esos niños éramos mi hermano Steven y yo. Yo tenía como 11 años. En ningún momento él se propasó, ni lanzaba indirectas, ni un roce. Nada de eso.
La conversación con Michell Parra transcurre en dos fases: en un trayecto de 20 minutos en carro desde el centro de Maracaibo; y, luego, sentados en un café exprés al norte de la ciudad.
Es un joven veinteañero, moreno, esbelto, de 1,68 metros de estatura; luce un crucifijo de plata encima de su camisa celeste de cuello cerrado.
Sus padres acogieron años atrás a Juan Carlos en su negocio, a apenas metros del ciber de donde Deixi le despidió en el centro de Maracaibo por sus comportamientos indecorosos.
Le permitieron instalar una mesa de trabajos escritos frente a su hogar-restaurante.
“Era como el tío grande de nosotros. Jamás lo vi como un depredador. Era agarrao (avaro) y pelao (sin dinero). Era un niño viejo. Era muy sano, no tenía vicio. Su único vicio era la computadora. Donde paraba, caía bien. Era un poco mente de pollo, eso sí”, cuenta, desahogando en segundos su defensa del Juan Carlos que él dice conocer.
Hace solo horas, Michell se enteró de la detención de su amigo. Vivió el último par de meses en Colombia, donde vende artesanías guajiras, y no se había informado de nada. Su madre, quien siempre tuvo reservas hacia él, preservó las ediciones de los periódicos locales donde contaban los antecedentes de Sánchez Latorre para que las leyera.
“Estoy incrédulo”, manifiesta.
No ocultó su identidad ante su hermano ni él. No era el hombre de dos cédulas venezolanas distintas. Para ellos, era “Juan Carlos” o “Shaka”, como su personaje favorito de Los Caballeros del Zodíaco —que lleva tatuado desde niño—.
Compartían la afición por el anime. Salían a divertirse juntos a pesar de sus diferencias de edad.
“Éramos su círculo de amistad. Fue mi maestro. Éramos sus protegidos en lo que a computadoras se refiere. Con una computadora, era un Dios, un astro. Nunca mostró con nosotros esa faceta que ahora se le descubre”.
La cercanía permaneció. Continuaron las salidas a centros comerciales, acudían al estreno de alguna película —mejor si era de ciencia ficción o de superhéroes de cómics—, o participan en una convención local de entusiastas de animes japoneses.
El grupo estaba conformado por siete jóvenes más Juan Carlos. Ya mayores, visitaban una taberna cercana a la calle Carabobo, llamada Ateneo, donde bebían y hablaban de sus novias, afirma Michell.
Le conoció una pareja distinta a Roselín y Mariana, la comunicadora social con quien vivió en el edificio Terrazas de Maracaibo antes de que sus padres lo botaran.
“Tuve también conocimiento de una que estaba embarazada y, cuando iba a parir, él era el padrastro del niño. Eso fue cuando vivía por la calle Carabobo (alrededor de 2008)”.
Niega que los maltratos a Roselín, también su amiga, sean ciertos. “Ella nunca habló de eso. Nunca tuvo marcas ni nada”, es su argumento.
También dice no creer que Juan Carlos haya manejado cifras millonarias o en divisas extranjeras. “Veía sus estados de cuenta y no tenía mucho dinero. Lo ayudé a vender cosas de él porque no tenía cómo sustentarse”.
Sánchez Latorre llegó a aconsejarlo en sus relaciones. Los regañaba si tenían expresiones o gestos amanerados, cuenta.
“Nos decía que ese no era el comportamiento de un hombre cuando “se nos salían unos chinazos” —como se conoce en Venezuela a los dichos o chistes de corte homosexual—”.
De su vida pasada en Colombia, les contó que vivía con su madre. La describía como una mujer estricta. Les explicó que migró a Venezuela para hallar mejoría económica.
Nunca mencionó juicios ni acusaciones.
Juan Carlos, según Michell, llegó a hacer amistad con funcionarios policiales a los que favorecía con sus tesis o presentaciones de trabajo. Un detective de la Interpol, confirmaron otras fuentes consultadas, llegó a agradecerle con un bono de dinero en efectivo el que le ayudara a conseguir tres calificaciones excelentes consecutivas.
Les narraba con frecuencia cómo en su país tenía que esconderse el tatuaje de Shaka de Virgo para que no le confundieran con un miembro de una banda criminal llamada Los Caballeros del Zodíaco, cuyos integrantes marcaban sus cuerpos con los personajes que mejor simbolizaban sus jerarquías.
Shaka de Virgo, en la serie animada, es un personaje representado por un hombre joven, de cabello rubio y ojos azules, conocido por su inteligencia y por su don de saber la verdad escondida entre las apariencias. También le caracteriza su obstinación y, a veces, su crueldad. Su nombre significa “el más cercano a Dios”.
Michell, mientras saborea un latte vainilla y come una empanada frita de queso, confiesa que prefiere creer que Juan Carlos, su “maestro”, su “protector”, su amigo de mil salidas, transfiguró su personalidad al venir a Maracaibo.
“Quizá él dejó atrás toda la maldad que llevaba dentro. Nunca le desearía el mal. Si hoy lo veo, le doy la mano y lo abrazo. Él para mí fue un amigo. Nunca vi el monstruo que él ocultaba”.
*Las personas marcadas en este reportaje solicitaron a BBC Mundo reservar sus verdaderas identidades por temor a represalias.
FUENTE: EL TIEMPO