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agosto 22, 2017

María Cano: una mujer comprometida


Un cuidadoso trabajo de recopilación de datos y de viajes en búsqueda de María Cano recupera su figura a medio siglo de su muerte. Una revolucionaria que no solo incidió en la manera de asumirse como mujer en un país machista, sino que dejó una profunda huella en las luchas de los trabajadores del país.

María de los Ángeles Cano Márquez, la antioqueña, la primera política colombiana, la abanderada de los oprimidos, la Virgen proletaria, la Flor del Trabajo. Esas fueron algunas de sus etiquetas, pero María Cano fue ante todo una mujer que eligió pensar. Primero fue la poesía. “Fue José Asunción Silva quien despertóme a la belleza. Era todavía muy joven para recibir visitas y estábame quietecita en la sombra de la alcoba vecina, escuchando ávida. Y amé a este poeta torturado siempre por una bella forma que él veía huir en su ansia. Sus versos fueron mi exquisito jardín: después Becquer, Heine, Amado Nervo. Así en esa edad en que la niña se esfuma”.

Era la menor de cinco hermanos –cuatro mujeres y un varón–. De sus padres, Rodolfo –maestro– y Amelia –ama de casa que adoraba a Ralph Waldo Emerson y del que había adquirido la devoción por las plantas– recibió una educación fundada en las ideas liberales y en la importancia de cultivar el espíritu. En los rincones de la casona de la carrera Villa con Maturín, compartió charlas definitivas con Luis Tejada, el sobrino periodista con el que tenía afinidades sobre la búsqueda de la equidad social. También leyó a los poetas rusos y desarrolló una grandiosa ambición por entender el mundo, por liberarse de las convenciones domésticas y perseguir un destino más allá de lo que le deparaba su condición de mujer.

Desde niña se familiarizó con los avatares políticos de su padre, quien se oponía a las restricciones de los derechos individuales que se habían impuesto a partir de la Constitución de 1886. Rodolfo fue reprimido y perseguido por sus convicciones liberales y su espiritismo. Se quedó sin trabajo y tuvo que dictar clases en la propia casa.

María vivió como una aventura esos años de represiones de los sectores conservadores, y de paso le quedó clavada la espina de la revolución. “De mi padre aprendí la noble entereza, la persistencia en la línea recta, que el paso firme sigue los ojos de un horizonte cuyo albor percibe”, dice un aparte de la biografía María Cano. La Virgen Roja, de Beatriz Helena Robledo, que acaba de publicar el sello Debate de Penguin Random House.

A los 23 años quedó huérfana. Dos hermanos ya habían dejado la casa familiar y las tres hermanas solteras decidieron seguir juntas ante los ojos inquisidores de entonces. Carmen Luisa, la mayor, tenía inquietud por la pintura, que había estudiado con el maestro Francisco Antonio Cano –su pariente– y después se dedicó al retoque fotográfico junto al primo Melitón Rodríguez. Le seguía María Antonia “la Rurra”, que tenía una relación misteriosa y estrecha con las palomas y había heredado las cualidades espiritistas del padre.

Su primo Tomás Uribe Márquez había estado en París, Barcelona y Ciudad de México, y allí había visto cómo circulaban periódicos, volantes y panfletos. Eran tiempos de anarquía y socialismo. Ella escuchaba atenta, aunque en esa teoría marxista algo le hacía ruido: el machismo. El lugar para las mujeres en las luchas sociales era nulo y sabía que era hora de hacer una diferencia. Las figuras femeninas no abundaban. En Europa acababa de ser asesinada Rosa Luxemburgo, la líder marxista polaca de origen judío, fundadora y miembro de la Liga Espartaquista –movimiento revolucionario que se oponía al imperialismo y al avance de las fuerzas capitalistas que luego se convertiría en el Partido Comunista alemán–. Más adelante, en Argentina, se destacaría Eva Perón, quien fue clave en la conquista del voto femenino, peleó por la igualdad entre hombres y mujeres, y por los derechos sociales y laborales. Fue la abanderada del movimiento Obrero y el Partido Peronista Femenino.

Durante esa etapa visitó asilos, orfelinatos, hospitales, albergues de caridad. Comenzó a organizar tertulias literarias que se hicieron cada vez más populares entre periodistas, artistas, escritores y las mentes inquietas de la época. Ahí, en el corazón de esas reuniones –en las que leían a Gabriela Mistral y Juana de Ibarbourou– nació Cyrano, una revista literaria con la que pretendían rescatar voces perdidas y transformar la escena cultural local. Justamente allí, a los 34 años, publicó su primer poema luego de la muerte de su amigo, el poeta Abel Farina: “…El maestro se ha ido/Mis ojos han permanecido secos/mas mi ser todo se ha conmovido con temblor sagrado (…)”. En adelante apoyó la fundación de periódicos para promover las ideas revolucionarias y siguió publicando artículos en favor de la defensa de los derechos humanos en El Correo Liberal y otros medios de circulación nacional.

En 1925, María presenció el desalojo de una familia y ese episodio de injusticia no le fue indiferente. Junto a Tomás Uribe Márquez, comenzó a revisar las condiciones laborales de los trabajadores. Fue nombrada Flor del Trabajo y salió de gira por primera vez. Conoció las minas de Segovia y Remedios y allí se consolidó como símbolo de la lucha de campesinos, indígenas, obreros, artesanos: el pueblo.

María era rebelde y lo demostraba con gestos que significaban pequeñas conquistas frente a la dominación masculina que la rodeaba. En la película María Cano, de Camila Loboguerrero, ella va en el tren hacia Bogotá en compañía de su primo. Él va fumando pipa y ella se la saca de la boca y fuma. Luego él se sirve un trago y le reclama: “Yo quiero”. Necesitaba tomar valor antes de bajarse ante la multitud que la esperaba en la estación de La Sabana. En la capital pidió la liberación del líder indígena Quintín Lame y de otros compañeros de lucha, y asistió al III Congreso Nacional Obrero en noviembre de 1926. En esa ocasión nació el Partido Socialista Revolucionario con varios miembros a la cabeza: Tomás Uribe Márquez, Raúl Eduardo Mahecha, Ignacio Torres Giraldo y María Cano.

En adelante, Ignacio Torres sería una de las personas fundamentales de María. Este hombre quindiano, casado, padre de dos hijos, se convirtió en su compañero en la causa revolucionaria, pero también en una especie de faro que supo poner freno a las expresiones pequeñoburguesas que la caracterizaban. Por él dejó de ponerse vestidos de flores y quizá también por él asumió el amor romántico como un asunto de frivolidades ante el que no podía rendirse. María tenía un deber con la historia.

A pesar de la dureza con que siempre la trató, Ignacio parecía admirarla a su manera: “María, que hablaba sintiendo y pensando, hizo de su oratoria un estilo combativo, a la vez que una dimensión cualitativa de corte breve. Y claro que no eran síntesis de ninguna tesis, sino creaciones de su inteligencia que modelaba con el arte de su palabra”.

Se convirtió en heroína y su nombre fue adquiriendo un aire de mito gracias a la pasión con que asumía la lucha. En sus consignas candorosas hablaba del prójimo y de la compasión como motores fundamentales: “No quiero encender odios sino que reclaméis, por el justo medio, lo que os pertenece. Por esto mi afán de organizaros para que seáis poderoso elemento necesario para el avance de la civilización (…) Sois el gran motor que mueve la prodigiosa máquina del progreso. Se os necesita; haced que se os respete. Y un día, yo os lo vaticino, se os amará (…) Amigas, hermanas mías, quiero que en vuestras mentes y en vuestras almas se encienda este fuego sagrado que os tornará libres: la justicia”. Dice Beatriz Helena Robledo, que “ella promovía el amor, rechazaba las listas negras, el odio. Tenía mucho de misticismo y de trascendencia”.

Durante esos años que fueron pocos pero intensos, viajó a la costa pacífica, al Caribe, a Santander, a Boyacá. Participó en mítines, en manifestaciones, en huelgas obreras. Era dueña de una valentía y una fuerza que no se equiparaban con su figura menuda, con sus maneras de mujer de ciudad. María no tenía miedo de caminar en medio de la oscuridad, salir huyendo en caravanas, pasar la noche en prisiones y resguardarse de las balas de los militares de turno.

En una escena de la película en que van en un ferri sobre el Magdalena, Tomás le pregunta:

—Y vos, ¿querrías tener un hijo?

—No, tal vez no querría tener un hijo –le contesta María.

—¿Por qué?

—Estamos en un mundo de esclavos.

Lo tenía claro y sin embargo, volcó su costado maternal en Eddy, el hijo de Ignacio, que terminó siendo criado por ella y sus hermanas como si se tratara de su propio hijo.

El 5 de diciembre de 1928 estalló el polvorín. Miles de obreros de la United Fruit Company fueron asesinados en Ciénaga, en lo que se conoce como la masacre de las bananeras. María y el resto de cabezas del PSR cayeron presos. Comenzó el fraccionamiento del partido y sus compañeros de lucha fueron tildados de conspiradores y sometidos a juicio político. Las fuerzas que quedaron refundaron un Partido Comunista bajo una estricta línea leninista. María le escribió una carta a Guillermo Hernández Rodríguez, que presidía la nueva coalición: “Entre nosotros se tiene por norma que la mujer no tiene criterio propio, y que siempre obra por acto reflejo del cura, del padre o del amigo. Creo haber educado mi criterio lo suficiente para orientarme”.

Más tarde, el Partido Liberal buscó una alianza con las fracciones socialistas para ganar las elecciones. Siete meses más tarde, sumida en una depresión profunda y sintiéndose traicionada, María quedó en libertad. Ignacio se fue a la Unión Soviética, en donde permaneció varios años. Ya fuera de todo, relegada y frustrada pero fiel a sus convicciones, comenzó a trabajar como obrera en la Imprenta Departamental de Antioquia y después en la Biblioteca Departamental, donde laboró hasta 1947.

En adelante se dio al silencio. Cargó con el estigma y el rechazo, incluso las madres decían a sus hijas: “Cuidado con parecerse a María Cano”, y así, “mariacano” era como les llamaban a las jovencitas rebeldes. Incluso fue acusada de envenenar las aguas de Medellín. Su nombre era asociado con el demonio. Abatida de tristeza se fue a vivir a Bogotá con Eddy, Carmen Luisa e Ignacio, y allí recobró un poco el ánimo y la tranquilidad.

A su regreso a Medellín, se aisló, peleando con el peso de un pasado que no la redimió en vida a pesar de tantas luchas. En 1960, fue contactada por la Organización Democrática de Mujeres de Antioquia con motivo del Día de la Mujer. Envió una nota que decía: “¿No es lógico igualmente que la mujer esté, con los mismos derechos del hombre, en todos los frentes de la actividad económica, social y política de la nación?”.

Torres continuó viviendo con las hermanas. Esto escribe Beatriz Helena Robledo en su biografía: “Ignacio la regaña y la critica cada vez con más severidad. No hace nada, ninguna labor doméstica, lo que recarga más a Carmen Luisa y exaspera a Ignacio. Pero ella se siente orgullosa de ser inútil. No va a perder su precioso tiempo haciendo oficios domésticos. ¡Las mujeres nacieron para asuntos más grandes que limpiar el polvo!”.

Descuidada en su aspecto personal y abandonada en su amor propio pronunció: “María ha muerto”. Nada parecía valer la pena y sin embargo, gracias a esa muerta en vida, los trabajadores obtuvieron la Jornada de los tres Ochos: ocho horas de trabajo, ocho de diversión y ocho de descanso; se consolidaron las fuerzas sindicales, se ajustaron los salarios, se mantuvo la abolición de la pena de muerte y se mejoraron las condiciones de las mujeres obreras.

Soportó sus últimos años en la penumbra, aislada de sus amigos, castigada por haber tenido la osadía de ser comunista, por anhelar ser una mujer libre. Pagó con olvido el precio de vivir para los demás. María alcanzó a cumplir 79 años pero quienes la conocieron sabían que ella no estaba, se había ido mucho antes.

FUENTE: REVISTA ARCADIA


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