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octubre 23, 2025

Caminar sobre el dolor: ‘mujeres buscadoras’ de desaparecidos en Colombia


La libreta de la reportera: Tracy L. Barnett acompaña a quienes preservan la memoria en medio del bum turístico de la Comuna 13 de Medellín

Carmen me vio antes de que yo la viera a ella. «¡Tracy!», me llamó entre el bullicio de la estación del metro San Javier. Con una gorra de béisbol adornada con un puño feminista en color lavanda, lucía mucho más joven que sus actuales 49 años. Sonrió y me abrazó como si me conociera desde hace años. 

Carmen Jiménez es mucho más que una guía turística. Ella ha tenido un cierto destino desde 2002 cuando su hermano menor Guillermo salió a estudiar y nunca regresó. Entonces se convirtió en una de las miles de buscadoras: personas que buscan pistas sobre el paradero de sus seres queridos desaparecidos forzosamente, y a quienes rara vez encuentran.

Jiménez también es una orgullosa integrante de Mujeres Caminando por la Verdad y de Mujeres Unidas por la Dignidad,  colectivos de mujeres que buscan a sus seres queridos desaparecidos; ella, además, se identifica como una activista social religiosa que trabaja con la hermana Rosa Cadavid en la Fundación Santa Laura Montoya. «Soy líder religiosa social, hace más de 30 años, acá en la Comuna 13», me dijo y explicó cómo el abrazo de la hermana Rosa, cuando Carmen visitó por primera vez el convento, cambió su vida durante sus momentos más oscuros.

Las raíces de Carmen aquí en Comuna 13 son profundas. «Me trajeron. Iba a cumplir cuatro añitos cuando llegué acá, o sea que ya llevo 45 años de vivir en la Comuna 13», explicó mientras subíamos por el paisaje urbano en constante ascenso. «Cuando nosotros llegamos, éramos 7 familias, solamente; no había luz, no había agua», apuntó.

Las montañas alrededor de Medellín se transformaron en los años ’70 y ’80 cuando oleadas de familias desplazadas por el conflicto se asentaron en las empinadas laderas. Como muchos patriarcas comunitarios, su padre se convirtió en un líder local y organizó a los vecinos para construir sus propias casas, improvisar conexiones eléctricas y crear sistemas de agua, desarrollando así una infraestructura autosuficiente donde el Gobierno no proporcionaba nada. Esta organización comunitaria se convertiría en una característica definitoria de la comunidad, una resiliencia que más tarde sería puesta a prueba por décadas de violencia.

Este mismo espíritu resiliente sostuvo a la Comuna 13 a través de los períodos más oscuros: el reinado de Pablo Escobar, las subsiguientes guerras de carteles que convirtieron a Medellín en la capital mundial del asesinato en los años ’90, y las brutales operaciones militares de 2002 que dejaron cientos de desaparecidos. De este trauma surgió la transformación: los residentes canalizaron su dolor en poderoso arte callejero y organización comunitaria, mientras que los funcionarios de la ciudad lanzaron su progresivo movimiento de ‘urbanismo social’. Las icónicas escaleras eléctricas y teleféricos se convirtieron en el escaparate de esta iniciativa, diseñada para impulsar la inversión y conectar la comuna aislada con el resto de la ciudad.

Lo que siguió fue un inesperado bum turístico que trajo tráfico constante, contaminación acústica y gentrificación, con foráneos a menudo beneficiándose del doloroso pasado del vecindario. Carmen y otros líderes comunitarios trabajan incansablemente para preservar la dolorosa historia que la mayoría de los visitantes desconocen mientras bailan sobre los fantasmas del capítulo más oscuro de Colombia.

El recorrido comenzó realmente en un muro de piedra con filas ordenadas de fotos plastificadas, algunas decoradas con ramos de flores o cintas. Carmen señaló una foto en blanco y negro de un niño pequeño.

«Este es él, Guillermo León Jiménez Monsalve», dijo con tristeza y añadió: «No nos quedaron fotos de cuando estaba, porque a él no le gustaban casi las fotos. Ahora que estoy trabajando con todo esto de la memoria, y me ha apasionado mucho, veo lo importante que son las fotos». 

Hemos llegado a Memoriales de las Ausencias, creado por un colectivo artístico local llamado AgroArte. «Lo bonito de este mural, me parece a mí, es que ahí hay tanto víctimas como victimarios», explicó Carmen. «Lo que yo rescato de acá es que así, seamos lo que seamos, tenemos una persona a la cual le duele que nosotros no estemos, ya sea porque estemos desaparecidos o porque Dios haya querido llevarnos ya a descansar», apunta. 

Carmen señaló la foto de otro niño. «Este niño es de una compañerita también de Mujeres Caminando por la Verdad. La mamá de él se llama Diana Garza. Desapareció cuando solo tenía 9 años». Su voz se quebró ligeramente. «Es que eso es otra cosa, que la guerra que hubo acá no discriminó ni género ni color de piel; nada, nada, nada; ni religión. O sea, eso fue niños, adultos, de todo», afirmó. 

Ella describió cómo otro hermano, Héctor, recibió un disparo de una bala perdida mientras veía televisión en casa, y cómo hombres con su rostro tapado y vestidos totalmente de negro le pusieron un arma en la cabeza cuando ella intentó llegar a él. «Entonces les digo yo: ‘Pues les va tocar matarme, porque mi hermano está herido, y está en la casa, y no tengo quien le ayude'», relata

Continuamos hacia el cementerio, que Carmen describió como «una galería viva al aire libre». Transformado a principios de la década de 2010 como parte del renacimiento artístico del barrio, este cementerio —que antes era tradicional— ahora explota en color. Pájaros, flores y rostros de seres queridos están pintados en los espacios entre los nichos. Pasamos frente a un retrato de tamaño mural de un joven con el mensaje: «No se muere el que se va, sino el que se olvida.»

Una abuela sonriente con la tierra verde como su falda, abraza a una mujer que llora, con la frase: «Si no sana hoy, sanará mañana», una rima infantil que las madres decían a los niños que lloraban con las rodillas raspadas. En otro, una madre llorosa yace en cama con una foto de su hijo caído; detrás de ella, desde otra dimensión, él la consuela.

Una de las cosas que me impactó fueron los retratos compuestos: poderosos montajes donde la mitad del rostro era el hijo o hija desaparecido; la otra mitad, la madre que busca, sus rasgos fusionados en una imagen unificada de pérdida y recuerdo.

Ella me habló de Graciela, cuya historia me rompió el corazón: «Cuando desaparece su hijo, ella comienza a buscarlo en canecas de basura. A ella su mentecita se le va para otro lado. Y con el trabajo que estuvieron haciendo allá desde la fundación Santa Laura Montoya logran sacarla de ahí. Porque ella pensó que su hijo estaba en las canecas de la basura y ella se metió tanto en ese cuento que su mente se le va para otro mundo».

Al dejar atrás el solemne recuerdo del cementerio y continuar nuestro ascenso por la ladera, la atmósfera cambió gradualmente. A medida que subíamos más alto, la infraestructura turística que se ha intensificado desde alrededor de 2015 se hizo más evidente. La expresión de Carmen se tensó cuando entramos en esta zona más comercializada, donde la historia a menudo se simplifica para un consumo más fácil.

Carmen señaló un museo de Pablo Escobar. «Es triste que estén ganando dinero glorificando a un hombre que causó tanta violencia», dijo; seguidamente me contó sobre una familia que acudió a ella para ayudar a su hijo, que idolatraba a Escobar. Ella llevó al niño a un recorrido, incluyendo una visita a su tío, quien quedó discapacitado después de recibir un disparo porque Escobar estaba ofreciendo un millón de pesos a cualquiera que matara a policías (por lo que confundieron a su tío).

«Cuando yo le conté esa historia y cuando yo le dije así, hizo una cara de decepción: a él se le cayó totalmente ese ídolo que él tenía», recordó Carmen con tranquila satisfacción.

Los murales aquí contienen historias poderosas. Una niña triste con un frasco lleno de luciérnagas y una serpiente que se cierne sobre ella como para atacar; o un elefante, que representa la memoria, con sus colmillos cubiertos con pañuelos blancos —que simbolizan  la desesperada súplica de las mujeres por un alto al fuego durante la Operación Mariscal en mayo de 2002, una de las primeras ofensivas militares en la Comuna 13—.

Meses después vino la Operación Orión, el asalto más grande e infame, representado en otro mural que muestra manos jugando con casas como cartas, fechado el 16 de octubre de 2002. «La luz me llamó la atención, porque durante estas operaciones dormíamos con la luz prendida del miedo que nos daba que se metieran a las casas», señaló Carmen.

A medida que subíamos más alto, la infraestructura turística se volvía más intensa. Filas de vendedores que venden recuerdos bordeaban los caminos, muchos ocultando los mismos murales que los turistas venían a ver. Chota 13, el famoso artista callejero cuyos luminosos murales alegran la comuna, ha triunfado y ahora tiene un museo/tienda llamado Chota 13 Experience, donde la gente hace fila para ver su trabajo y comprar sus chaquetas de diseñador serigrafiadas.

Llegamos al notable sistema de escaleras eléctricas cubiertas, un monumental proyecto de obras públicas que ganó atención mundial cuando se instaló en 2011, transformando una agotadora subida de 35 minutos en un viaje de seis minutos, y un barrio olvidado en una atracción internacional, con un estimado de 25 000 visitantes por semana. Las escaleras fueron construidas sin techos; la comunidad se unió para agregar protección contra la lluvia.

Carmen compartió cómo representan tanto progreso como dolor: «Cuando estábamos estudiando, soñábamos con escaleras eléctricas como en los centros comerciales. Ahora las tenemos, pero ¿a qué costo?». 

Y ciertamente los costos han sido altos. Las presiones de gentrificación han llevado al aumento de los alquileres; los foráneos han cosechado muchos de los dólares del turismo y hay una sensación entre algunos residentes de que el dolor de la comunidad está siendo exhibido.

Organizadores locales como Carmen continúan abogando por un turismo que respete la historia de la comunidad, evite prácticas explotadoras y reinvierta en la gente local.

Finalmente, emergimos a una franja tipo malecón en la cima de la colina, donde la música alta sonaba desde restaurantes y bares, y un trío justo en frente de nosotras. La gente bailaba y bebía y se tomaba selfis para su Instagram. El surrealista horizonte de la Comuna 13 se desplegaba a nuestro alrededor: monumentales esculturas emergiendo del tumulto de color y sonido. Una imponente cabeza de mujer color cemento con una diadema dorada, parte de una campaña publicitaria para la cerveza artesanal Origen, se elevaba junto a una figura de Cristo Redentor con los brazos extendidos cubierta con los tricolores; y un gorila masivo posado sobre todo, vigilando la escena como un espíritu guardián, todo contra un telón de fondo de letreros de neón intermitentes y casas con techos de hojalata pintadas en todos los colores del arcoíris, apiladas como bloques de construcción de niños por la ladera.

Fue aquí donde Carmen señaló silenciosamente al otro lado del cañón hacia una fea cicatriz gris en la verde ladera: La Escombrera.

«Según las investigaciones, hay 502 personas en La Escombrera», me dijo Carmen, señalando hacia un botadero de escombros visible en la distancia. «Y muchas personas todavía no han denunciado a sus seres queridos desaparecidos por miedo», expresó. 

La yuxtaposición era discordante. Un hombre cercano vendía en voz alta y persistente boletos para un trampolín de bungee [salto con cuerda elástica], con un turista rebotando alegremente contra el telón de fondo de lo que es esencialmente una fosa común. La madre de Carmen podía verlo desde su casa y lo miraba fijamente, atormentada por el pensamiento de que Guillermo podría estar allí. «Según testigos, sacaban a los jóvenes de los autobuses y les preguntaban si querían unirse a los paramilitares. Si se negaban, les hacían cavar sus propias tumbas en La Escombrera», me dijo. 

De pie en el punto más alto de la Comuna 13, Carmen miró sobre los coloridos techos del vecindario y la extensa ciudad más allá. Hizo una mueca de dolor.

«El sufrimiento se te mete en los huesos», dijo para explicar cómo el trauma de la desaparición de su hermano se había manifestado físicamente: problemas en los huesos, incluso una célula cancerígena hace años. «Ese dolor te va a estar comiendo, desde adentro», afirmó. 

El reguetón retumbante de un bar cercano competía con las risas de los turistas posando para fotos; mientras al otro lado del cañón, la cicatriz gris de La Escombrera cortaba la verde ladera. Después de horas compartiendo historias dolorosas y victorias duramente ganadas, se volvió hacia mí con inesperada gentileza.

«Yo siempre digo: ‘Mi arma es el amor'», reflexionó y agregó: «A pesar de todos aquellos que quieren hacernos daño, yo sé que podemos cambiar». 

Mientras descendíamos juntas por la ladera, sus palabras permanecieron en el aire, un poderoso testimonio de cómo incluso las heridas más profundas podrían algún día transformarse en algo que se asemeja a la esperanza.

FUENTE: https://www.globalsistersreport.org/


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