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noviembre 8, 2024

Que mañana nada vuelva a ser igual


En esta crónica, la escritora y docente universitaria Cristina Burneo cuenta lo que ha sido su búsqueda por justicia ante el acoso ejercido por sus colegas y por su propia universidad.

Octubre 10, sala 2, piso 2, Complejo Judicial Norte de Quito. Durante nueve horas, sostenemos una audiencia de acción de protección por la denuncia que puse contra la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador, donde soy docente desde 2015. Lo hice al haber vivido acoso laboral y vulneraciones a mi libertad de expresión y pensamiento. En las universidades, estos derechos se inscriben en la libertad académica, aunque el adjetivo resulte, ciertamente, algo abstracto. Considero responsables de estos actos a tres docentes de mi área con cargos directivos, cercanos al gobierno central de la universidad. Tras el cierre del proceso interno, recurro a la vía constitucional, acompañada, para mi fortuna, por abogadxs, comunicadorxs y activistas feministas y maricas, y por mi abogado patrocinador, defensor de derechos humanos. Con el colectivo que se forma para este proceso, hemos compartido otras causas en estos años y hemos trabajado en muchos procesos sociales juntxs. La reciprocidad es lo que me permite sostenerme: solo el tejido social que construimos nos salva.

La sala de la audiencia tiene capacidad para unas cincuenta personas. Del lado opuesto al nuestro, se instala un costoso grupo de abogados. Se nota por la cantidad de dispositivos que traen, sus trajes grises, su estilo Netflix, su asistente, que les alcanza termos de café y agua. Son abogados que patrocinan a grandes mineras –a Ático Mining, que azota a la comunidad de Palo Quemado, hoy militarizada– y a la empresa Furukawa, denunciada por perpetuar la esclavitud moderna en una región golpeada por el racismo: Esmeraldas, en la costa del Pacífico, frontera con Tumaco-Barbacoas, Colombia. También han patrocinado a Amparo Medina, muy conocido personaje antiderechos, en intervenciones ante las cortes contra la legalización del aborto y en con razonamientos transfóbicos que involucran a la niñez. No deja de causar perplejidad que una universidad se haga representar por este historial de «causas».

Sentadas junto a nosotrxs están las defensoras de esas mismas comunidades, abogadas de la Alianza de Organizaciones por los Derechos Humanos. Son abogadas que han recorrido la Amazonía y el país de costa a costa trabajando para las comunidades. Nos acompañan también cinco mujeres más que han vivido acoso moral, hostigamiento y discriminación en la UASB  y que lo denunciarán hoy. Detrás de ellas y en la conexión por Zoom, otras decenas de estudiantes y activistas feministas. Con esos colectivos, mi abogado patrocinador ha defendido causas de deportación masiva, tortura y racismo. Dos mundos entran en colisión. 

La composición de la sala da cuenta del régimen dentro del cual luchamos. Los profesores de la universidad, amparados por la institución, se hacen representar por abogados que han sometido a comuneros y a pueblos esclavizados. Esa acumulación de poder y dinero halla del otro lado a feministas, estudiantes, artistas, defensorxs de derechos humanos que se han autoconvocado. Se llama patriarcado, y aunque pueda gastarse como imagen, persiste, domina. Como hace mil años, como hace quinientos, como hace cincuenta. 

Esta crónica que escribo en primera persona me permite recuperar mi palabra lejos del lenguaje jurídico en el que he tenido que defenderme desde marzo. Por ahora, me desvinculo de mi testimonio sometido al proceso judicial para recuperar otras dimensiones fundamentales de esta lucha. En la audiencia, tomé la palabra para explicar por qué habíamos llevado a los tribunales a una universidad. En esto creo y esto fue lo que dije:

«Estoy aquí porque la vulneración a la libertad feminista no es algo que nos hayan regalado. Denuncié en mi institución acoso laboral y serias limitaciones a mi libertad académica por razones de género. El proceso no sólo me revictimizó, sino que el daño creció hasta convertirse en violencia institucional, cuando todas las autoridades se mostraron parciales a favor de los docentes a los que había denunciado. El proceso de denuncia pública ha sido calificado por la universidad de «protervo». Ha sido doloroso ver cómo me ha tratado la institución donde he sido docente por nueve años, es mi lugar de trabajo y de afectos, he tenido allí estudiantes brillantes, hay colegas excepcionales, una comunidad cotidiana de la cual participo.»   

«En tribunales como estos, hemos tenido que pelear por cada cosa que hemos requerido para nuestra existencia. Al hacer pública su denuncia contra la pena de muerte en Ecuador, Dolores Veintimilla fue hostigada por patriarcas con poder, lo que la condujo a su suicidio, en 1857. En tribunales como estos, también, las mujeres lucharon por el divorcio libre. En 1997, fueron colectividades travestis y trans las que dieron la lucha por la despenalización de la homosexualidad en Ecuador. Lo hicieron acompañadas por personas colombianas, como la familia Restrepo, cuyos hijos desaparecieron en Ecuador y no han sido hallados. En estos mismo tribunales seguimos luchando por la justicia reproductiva y por un conocimiento que dé cuenta de lo más concreto de nuestra existencia, por ejemplo, al explorar lenguajes inclusivos y otras políticas prohibidas en la UASB, donde se han prohibido también las becas para personas de Venezuela. A pulso, nosotras hemos forjado un acervo, que es el que transmitimos en clase, en la investigación, y que no puede ser censurado. No pedí sanciones para ninguno de los docentes por mí denunciados, sino medidas que transformen la institución y que dejen de naturalizar el acoso. Al censurarme por la transmisión de conocimiento feminista, ellos están perpetuando la violencia de género que siega nuestras vidas. Por eso estoy aquí, me asiste una motivación ética, no una punitiva.»  

El abogado minero reclamó ante el juez que yo buscaba «transformaciones revolucionarias» y que ese no era el lugar. Imaginé esa misma agresividad dirigida contra comuneros, personas negras y afrodescendientes en Furukawa que no tienen papeles de identidad. La contradicción se exacerba al tener la UASB una Cátedra de Estudios Afroandinos, una Cátedra Unesco de Pueblos Indígenas, un Programa Andino de Derechos Humanos, un área de estudios ambientales. Llama la atención ver cómo una universidad se va por encima de sus propias áreas de estudio y de lxs docentes que las impulsan al llamar a este estudio jurídico en su defensa. El abogado respira mal al exaltarse, parece que se ahoga, pero persiste, como persistió con agresividad contra nuestra testigo, Gardenia, hoy docente jubilada, mientras denunció hostigamiento y ausencia de condiciones para presentar quejas por acoso en la UASB, lo que hace unos años la llevó a renunciar como presidenta del Comité de Ética junto con otros miembros.

La respuesta de los abogados de la UASB frente a mi reclamo por limitaciones por razones ideológicas fue cuantitativo y obsoleto. Yo reclamo vulneraciones a la libertad académica por ser feminista y haber visto truncados mis intentos por introducir estudios trans en mi área. Reclamo que se hayan bloqueado estudios críticos de la discapacidad, como lo reclamó Karina Marín, investigadora en ese campo, quien en la audiencia dio este testimonio: «En un concurso de oposición, al hablar de mi campo de estudios, el director del área de Letras y Estudios Culturales me dijo si mi mayor aspiración en la vida era tener aulas llenas de discapacitados.» La violencia de esta frase es solo uno de los muchos ejemplos de abuso de poder. 

En cambio, los abogados costosos presentaron certificados de cuántas mujeres hay en la universidad, cuántas publicaciones de género tiene, cuántas están en cargos directivos. Si en 2024 tenemos que agradecer a una universidad por recibir a profesoras y directivas mujeres y ese es su argumento principal, nada sustantivo, hemos retrocedido más de lo que pensamos. Por cierto, ningún certificado de los presentados por la defensa de la universidad explicó qué hace posible que el procurador le haya dicho a las abogadas empleadas en esa instancia: «Si cojo una venezolana de la calle, va a ser mejor abogada que ustedes.» Xenofobia y misoginia, violencia por doble partida. Tres de ellas, despedidas o que renunciaron por daño psicológico, comparecieron también. El llamado #MeToo de la Andina ha seguido en estas semanas, con decenas de testimonios de estudiantes y ex trabajadoras que han tenido la valentía de denunciar. Valientes, porque todas sabemos del altísimo costo que representa hacerlo.

Para nosotras fue valioso entrar en un tribunal la necesidad de entender la complejidad del conocimiento trans-feminista, de los conocimientos críticos –adjetivo que el director del área mencionada siempre ha pretendido bloquear o ridiculizar–, del lenguaje inclusivo. El acoso laboral tiene muchas caras. En este proceso, es una forma de abuso que busca menoscabar posturas académicas críticas y bloquearlas a través del ejercicio de poder. La demanda que sostenemos no se limita a las leyes que existen, exige ampliar preguntas, ampliar derechos, ir más allá de la obsolescencia con que se trata el «género.» 

La audiencia se reinstala el 8 de noviembre. Allí seguimos nosotras, siglos más tarde, abriendo caminos entre todas, que aquí hemos llegado juntas. De ahí el interés que ha generado el proceso. En un país herido como Ecuador, que sufre desde apagones hasta violencia de carteles y otros actores del crimen organizado, el acoso laboral ha explotado como reclamo social por la precariedad en que estamos viviendo. 

La asamblea general

Apenas doce días más tarde, una asamblea general en la UASB. Yo no esperaba que fuera un nuevo tribunal. El paraninfo de la universidad tiene capacidad para 165 personas. Las mesas y sillas están dispuestas en forma de «L» frente a la mesa directiva, ubicada en un nivel más alto. Hay un pequeño balcón en el mezanine y una pantalla muy gigante. Se han celebrado allí congresos de movimientos sociales, funerales de trabajadores queridos y decenas de asambleas. El 22 de octubre, asistí a una, convocada por la máxima autoridad.

En 2018, junto con dos colegas mujeres de mi área, organizamos el congreso internacional «Cuerpos, despojos, territorios». Recibimos a casi quinientas personas de unos diez países. A las brasileñas las recibimos con una enorme tela lila que decía «EleNão» y que firmaron cientos de mujeres contra Bolsonaro. Las compañeras del movimiento pro-despenalización del aborto en Ecuador nos prestaron su enorme pañuelo verde, que colgó del mezanine y que, en la clausura, fue aplaudido con consignas de justicia social que reventaron el auditorio, donde deben haber estado unas trescientas personas, muy apretadas. A la par de las cuarenta y dos mesas que armamos, hubo un mercado de mujeres populares. Se dieron cita colectivas y docentes universitarias antirracistas, feministas, estudiosas de la decolonialidad, defensoras de la tierra. Esos felices días, lo supimos luego, fueron muy mal vistos por las autoridades, les estorbaba la presencia de las mujeres del mercado y «el paraninfo no estaba para eso». Nunca nos llamaron a una evaluación. Cada vez con mayor frecuencia, eso sí, supe por mis estudiantes que había docentes que les prohibían «escribir como activistas», investigar «temas ideológicos» y que empezaron a ridiculizar sus posiciones críticas. Lo que había sido un congreso histórico para nosotras, por los momentos que atravesaba el continente, para la institución había sido un disgusto.

Seis años más tarde, yo ingresé por la puerta de ese mismo paraninfo sabiendo que el «informe del rector» se referiría a mi denuncia, presentada en la institución en marzo de 2024. No fue fácil. Mis colegas me recomendaron no ir sola, pues entre rumores y actos de desprestigio, se había acumulado hostilidad en la comunidad. Nos ubicamos frente a la mesa directiva. Al dar por instalada la asamblea, el rector dijo: «Veo que está aquí Cristina. Esto no es un careo, pero voy a decir algunas cosas de todas maneras.» Su uso de palabras policiales no indicaba nada bueno.

En efecto, y en mi presencia, el rector de la UASB leyó el relato oficial de los hechos que se han sucedido uno tras otro en una bola de nieve desde marzo. En pocas palabras, yo no estoy diciendo la verdad, no denuncié a tres docentes de mi área por acoso laboral y no le demandé en infinitas ocasiones a la institución que reconociera que hay vulneraciones a la libertad académica por razones vinculadas al feminismo. Hay una frase que el poder siempre pronuncia y repite: «Esta es la verdad». 

No voy a repetir mi relato detallado, que he contado demasiadas veces y que publiqué en esta web para dejar de hacerlo: www.libertadacademicafeminista.com. Sí diré que los docentes denunciados por mí son rechazados y objetados por lxs estudiantes, y eso me alarma. Uno las trata despóticamente si son feministas, al punto de que algunas dicen haberse sentido vejadas, y les creo. Otro hace y tolera chistes sexuales al enseñar lengua kichwa. Otro tiene una posición pública antifeminista que permea en sus clases de forma autoritaria. Este gobierno de las Letras ha extendido sus posiciones al gobierno central de la universidad para asegurar su hegemonía: prohibición del lenguaje inclusivo, extinción del fundamento decolonial del doctorado en estudios culturales, reposición de posturas conservadoras por medio de profesores con visiones obsoletas. La reducción de masa crítica hace el autoritarismo más practicable. Por eso escribí un relato etnográfico, pues son estructuras que determinan nuestros lugares en el mundo. El estudio que hice de mi propia institución se convirtió en un mecanismo para desvictimizarme, quizás, y para ubicar nudos que sirvan a otras. 

Durante seis meses, navegué por el proceso interno de denuncia. Mi texto le fue entregado a los profesores denunciados, que desde entonces actuaron en grupo y la usaron como arma para contra-denunciarme. Fui investigada, sometida a plazos de 72 horas en cada instancia del proceso, sancionada y ratificada mi sanción por el Consejo Universitario. Curiosamente, estos profesores se oponen a los protocolos de violencia, pero usaron el que tiene la institución. La desigualdad de condiciones entre este creciente grupo y mi persona era cada vez más abismal. Al agotarse el proceso, recurrí a una acción de protección –una garantía constitucional–, reporté a la UASB ante el Consejo de Educación Superior y solicité medidas en la Junta Cantonal de Quito. Actualmente, cuento con medidas de protección que ellos han tratado de impugnar, a pesar de que solo les llaman a cesar el acoso y someter a la institución a una capacitación en violencia de género. No pedí sanciones para nadie ni llamé a testigos en el proceso interno, si bien considero a los docentes denunciados responsables de actos graves.

Seis meses para sostener un proceso de denuncia y luego otros más para externalizarlo son trabajo aparte. Pienso todo el tiempo en las mujeres a las que yo misma he acompañado y que no tienen salario fijo, redes de apoyo ni herramientas para navegar los procesos. Hay que preparar escritos, investigar, buscar asesoría legal, lidiar con el agotamiento, repasar hechos horribles para relatarlos. Hay que contar con dinero para sacar miles de fotocopias, hacer trámites y hay que tener fuerza para no desistir. A la par de mi proceso, acompaño a otras mujeres. Una se anima a dar pasos contagiada por esta ola, pero tiene miedo; la otra no se quiebra, pero no tiene dinero para sostener a su familia, menos para el juicio de su hijo. Otra lleva meses decidiendo si hacer pública su denuncia porque le teme al poder del agresor. 

Si yo hubiera reconocido los honorarios de la gente que me ha apoyado, no habría podido cubrirlos con mi salario, aun con los privilegios que me asisten como docente universitaria. Sin este colectivo, convocado por convicción, no habríamos podido evidenciar la dimensión del problema. Por cierto, nos hemos bautizado como Las Protervas, tomando como referencia el adjetivo con el que la UASB tachó mi legítimo derecho a hacer pública mi denuncia. Al estar todxs nosotrxs involucradxs en defensa de personas y causas hace muchos años, nuestra cercanía en mi caso me ha abrigado infinitamente, razón para mantener mi compromiso permanente y devolver este acuerpamiento con mi propio trabajo. Es la economía de pequeña escala que hemos construido en los procesos de resistencia. Pero el punto es que la justicia es cara, lenta e indolente. 

A la vez, cuando una institución decide usar su poder sobre una sola persona, la correlación de fuerzas cambia. Al informe del rector en la asamblea del 22 de octubre le siguió la presentación de un análisis de métrica para medir el impacto del hashtag #NoMásAcosoUASB. La contundencia de la acción era mostrada por la misma institución a través de un costoso estudio. El hashtag aglutina un archivo de relatos, cartas de respaldo de varios países y artículos, entre otros. El estudio de métrica financiado por la universidad mostraba 1’326.047 usuarixs alcanzadxs y 6’364.139 impresiones. El 92% de posteos y reacciones fueron a favor de mi proceso de denuncia. 

La misma institución nos dio datos valiosos para medir el impacto de nuestro reclamo. También eligieron como última diapositiva de su presentación una imagen muy grande con mi rostro en primer plano, siendo entrevistada por una periodista feminista. Exhibida mi cabeza en la pantalla gigante, un pequeño cerillo habría bastado para apresurar la hoguera. Pero bueno, el cerillo fue simbólico.

Al tomar la palabra, temí que mi voz no me acompañara. Se me había tachado como enemiga de la universidad. En ningún momento, la institución mostró preocupación por el contenido de las otras denuncias que han salido a la luz: acoso sexual, acoso laboral, malos tratos de docentes a estudiantes con posiciones críticas. La conducción de la asamblea permitió especulaciones, adjetivaciones y juicios de valor sobre mí. Los apedreos incluyeron adjetivos como «extremista», perteneciente a grupos «marginales», «radical». En ningún momento, ningunx de lxs presentes llamó al respeto. Esto demuestra hasta qué punto el maltrato está normalizado. También escuché opiniones personales. Un profesor que no conoce mi caso a cabalidad ha escuchado que mi trabajo no se alinea con el proyecto institucional, así que se siente autorizado a intervenir. Otro funcionario afirma que mi denuncia ha tachado de «violadores» a «todos los hombres» de la institución, banalizando el grave hecho de la violencia sexual. Uno más se aventura a diagnosticar que orquesté un «ataque con saña». Siendo una comunidad universitaria, pensaría que hay una ética básica para formarse opiniones enteradas antes de intervenir. Me equivoqué.

Aún más grave que esto, el mensaje institucional es: si una trabajadora denuncia actos de acoso laboral y vulneraciones para que se investiguen y, en lugar de eso, su denuncia es ventilada y usada en su contra; si es culpabilizada por las acciones con las que elige defenderse y, luego, expuesta su cabeza en una asamblea, la institución le está comunicando que recibirá aún más violencia al buscar protección. También le está advirtiendo a otras que ese será el costo de denunciar, por lo cual el castigo se vuelve ejemplarizante. El tribunal de facto al que fui sometida solo confirma lo que he denunciado. 

El proceso sigue y el relato se ha vuelto colectivo, se ha expandido en otras denuncias, algunas públicas, otras comunicadas a nosotras en canales cerrados. Ya ha sido usado en clase por colegas que hacen estudios sociojurídicos o feministas para mostrar sus elementos. Las cartas de respaldo que han llegado desde México, Argentina, Italia, Brasil, Cataluña, recogidas en el repositorio, se han esforzado por elaborar contenidos que nos sirven a todas, conforman una lucha contra el totalitarismo y la restauración agresiva del patriarcado que vivimos en estos años. Aun a costa de nuestro bienestar, persistimos en que nuestras historias sean pedagógicas y politizadas, para que no se repitan, para que sirvan a otras, ya que no tocó vivirlas. He aprendido de otras que con mucho menos han hecho mucho más. Nunca debieran haber ingresado al sistema de justicia tras ver asesinadas a sus hijas, encarcelados a sus hijos o deportadas a sus familias. También sé que este proceso es abismalmente distinto, pero vamos a persistir en encontrarnos en lugar de separarnos. 

Nos decimos día tras día: que mañana nada vuelva a ser igual. 

FUENTE: VOLCANICAS


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