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abril 5, 2022

La revolución de Francia


Hace poco más de dos décadas una pareja de grandes amigos, él panameño y ella dominicana, al término de una visita a Bogotá, me decían sorprendidos que toda la vida habían creído que Colombia era un país principalmente de personas negras y que en ese viaje habían visto muy pocos. Amantes de la música y el deporte, él me hizo la lista de lo que admiraba de Colombia, de Maturana al Tino Asprilla, pasando por Fredy Rincón y el Tren Valencia, mientras que ella enumeraba los músicos de salsa, cumbia y champeta que en ese momento brillaban en el caribe; todos negros.

Esa semana en Colombia les había permitido ver una televisión nacional blanca, donde políticos blancos exponían ante periodistas rubias los problemas del país. ¿Cómo explicarles esa Colombia blanca que veían? ¿Cómo justificar que Bogotá era una ciudad blanca, si en mi propio paso por tres universidades y dos colegios había tenido muy pocos condiscípulos negros? Mi mente avergonzada se acordó al instante que en las casas de mis amigos y conocidos en Medellín, Cali, Barranquilla, Cartagena y Bogotá las empleadas de servicio eran negras, y que ni siquiera las llamaban por el nombre. 

Racismo, discriminación, pobreza, falta de oportunidades, fueron palabras inevitables con las que se concluyó esa velada. Meses después una negra, María Isabel Urrutia, ganaba el primer oro para Colombia en unos Juegos Olímpicos, mientras los negros iban apareciendo para la Colombia blanca en masacres como las de Bojayá, Punta Coquitos y en el desplazamiento forzado de miles y miles de personas afrocolombianas que no eran deportistas y músicos célebres, sino víctimas de nuestra violencia sin fin. 

Pese a que las zonas con mayoría afrodescendiente seguían eligiendo blancos y continuaba el acoso de las comunidades rurales por las concesiones mineras, el dominio de las rutas del narcotráfico y el abuso de la fuerza avasalladora del estado; comenzábamos a ver negros en cargos públicos, la mayoría de segundo orden o ministerios de poco presupuesto, para lavar conciencias, sin solucionar ni los problemas reales de su comunidad, ni el problema mayúsculo de clases, de desigualdad y de etnias, en un país clasista, donde la discriminación  y la falta de oportunidades parecen ley. 

Hasta que llegó la revolución de Francia con su feminismo auténtico y su lucha por los derechos humanos y la igualdad. La revolución sin armas y por la paz, de una negra premiada, víctima desplazada, defensora de los ríos y la naturaleza, con su millón de votos hechos a pulso, y la energía potente y cautivante de cientos de años de resistencia y valentía. No creo que ese país que explotó de racismo ante su presencia y que la menosprecian por no manejar datos de blancos que se encuentran en Google la deje ganar fácil. Pero ella es como esos deportistas y músicos negros que triunfan, y que nada les han regalado. Que le dicen al mundo que hay una Colombia negra con una gambeta imparable, un ritmo arrollador y que desean vivir con dignidad en este país multicolor que ya nunca más será solo de aquellos que los tenía escondidos y condenados a la servidumbre, la ignorancia y la miseria.

FUENTE: https://www.elnuevodia.com.co/


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