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diciembre 19, 2025

La artesanía como regalo y tecnología de la resistencia


Cuando muchas nos preguntamos qué comprar en navidad, las personas que diseñan y fabrican artesanías nos invitan a pensar en los oficios que se mantienen vigentes y los objetos que construyen significado.

En Colombia, alrededor de 33 mil personas viven de producir canastos, tejidos, cerámicas, mochilas y otros objetos que representan las costumbres, historias y características naturales del país. Más del 70% son mujeres, según datos del Ministerio de Comercio, Industria y Turismo, y alrededor de la mitad de ellas aprendió el oficio en su familia. 

Todos los artículos son originales, en el sentido explícito de la palabra, porque con las manos se fabrica cada puntada, vasija o color, con variaciones que serían imposibles de replicar idénticamente. No son piezas de lujo, sino objetos que buscan embellecer la cotidianidad de cada hogar y prestan una función social dentro de sus pueblos y comunidades porque dinamizan las economías locales que mantienen vivas estas tradiciones, pues sin la venta final no sería posible sostenerlas en el tiempo. Algunas de ellas han sido declaradas con denominación de origen, un reconocimiento que certifica que el producto es originario de una región o país, y que además cuenta con reputación y características provenientes de su zona geográfica. Colombia es el primer país en América Latina en obtener 12 denominaciones de origen en productos artesanales. 

En un momento en el que la automatización de los procesos tiende a desplazar el trabajo manual y la velocidad es el estímulo del mercado, ser artesano o artesana significa decidir por una actividad económica basada en una tecnología que depende intrínsecamente de materiales de origen natural como maderas, arcillas o fibras y convertirlos en objetos funcionales. Este estilo de vida depende de lo comunitario, respeta los ciclos naturales y se preocupa por los procesos más que por el resultado final. 

Un poco más de la mitad de los artesanos colombianos viven en zonas urbanas, aunque la mayoría se abastece de materias primas que se cultivan en el campo. La palma de iraca es una de ellas. Esta planta tropical de hojas verdes que crecen con dobleces en forma de abanico y luego son transformadas por los hombres en una fibra natural pasa a manos de las artesanas para tejer sombreros, canastos y bolsos. Sandoná, Nariño, es uno de los lugares más representativos de estas artesanías y Dolores Erazo, Maestra de Maestras condecorada con una medalla equivalente a un doctorado en artesanías, le ha enseñado a decenas de mujeres a tejer en el taller donde hoy trabajan 80 personas. La Asociación Artesanal Rural de Sandoná, liderada por esta mujer de 78 años, queda en las faldas del volcán Galeras, a una hora de Pasto, donde se fabrica el famoso sombrero de Sandoná. Su Jose Rubén Cabrera, cuenta: “Mi mamá tiene 6 hijos y con la artesanía nos dio educación a todos, yo soy arquitecto y hago diseño de interiores gracias a la palma de iraca. Mi hermana, Maria Estela Cabrera, se dedica a dictar talleres a los niños y jóvenes que quieran aprender la técnica para no dejar acabar la tradición. Nariño es un departamento donde hay muchos cultivos ilícitos y los jóvenes se van a raspar coca como una alternativa económica. Nosotros pensamos en enseñarles esta tradición para que creen sus propios negocios y no se metan en problemas. Yo soy la quinta generación que se dedica a este oficio, pero todo el mundo en Sandoná vive de lo mismo. La palma la producen en el municipio vecino de Linares, y desde allá nos la traen para que nosotros la convirtamos en artesanía. Las mujeres, sobre todo, son las que saben tejer; los hombres nos dedicamos al prensado del sombrero, al colocado de la cinta y la tejeduría en miniatura”. 

Toda artesanía tiene cierto carácter anónimo o impersonal porque en el trabajo se desdibuja la motivación personal y se transforma en el hacer colectivo. Miguel Ortiz es un alfarero urbano que no nació en una familia de artesanos, ni creció en un lugar donde la cerámica se haya hecho de manera tradicional; lo aprendió en el camino. Estudió comunicación social en Bogotá, pero desde niño trabaja con el barro. Hace 11 años lo practica y lo enseña en su taller en el barrio Quinta Camacho, donde vive con su hija y su esposa. Para él, que trabaja con los minerales, su material de trabajo está vinculado al lugar donde se resida; por eso, aunque se vaya a vivir a otro lugar y el contexto geológico cambie, su oficio viaja con él.

“Los que trabajamos en la ciudad tenemos dos caminos: comprar las soluciones para desarrollar algo o limitarnos conscientemente a lo que tenemos acá, en mi caso, las arcillas y los tornos. Puedo comprar la arcilla en Chía o donde sea con solo dos clics. Lo mismo los colores y las máquinas. Pero puedo explorar las arcillas que tengo a la mano o incluso construir los tornos yo mismo porque el trabajo no es local por ser local, sino que esas condiciones limitantes terminan dándole un toque distintivo al producto que, en mi caso, enriquece el proceso, lo hace más eficiente y bello, que es lo que buscamos todos los artesanos al final: crear cosas bonitas. La artesanía que está pensada más allá de su función termina por borrar la línea entre lo que es bello y lo que funciona. No es lo mismo tomarse algo en una totuma que en un plato de plástico. Así el plato de plástico pueda ser más funcional que la totuma, la experiencia del usuario es muy distinta porque el proceso de creación es diferente. Yo le creo al método original del taller en términos de educación y eso implica que necesariamente haya una relación humana entre al menos dos personas, maestro y aprendiz. La artesanía enseña que al menos deberíamos tratar de conservar ese método y que las relaciones humanas se transfieran entre personas, por eso me cuesta creerle a la enseñanza en contextos virtuales. Hay gente que lo logra, pero para mí la transferencia de conocimiento pasa por conocer la vida de los demás y estar en el espacio del taller. 

El artesano trabaja por el trabajo mismo y su satisfacción es el resultado de las acciones que desarrolla durante el proceso. Solo esto le permite perfeccionar una destreza que se adquiere con el tiempo y la repetición, y la libertad de crear objetos únicos y característicos de una familia o una comunidad. Es como si solamente con la constancia se aprendiera a superar la frustración, el fracaso y las demás circunstancias de los creativos, habilidades poco valoradas en las sociedades de la inmediatez. 

Curití, un lugar en el sur de Santander, desde épocas prehispánicas ha utilizado la planta de fique para confeccionar tejidos adaptados a las necesidades de cada momento. María Elvia Espinoza aprendió a hacer la hebra de fique a los 10 años porque así se lo enseñan a los niños y niñas con la misma importancia que leer y escribir. Hace 22 años fundó su taller donde produce tapetes, butacos y bolsos de exportación. 

“Aprendí de mis padres y abuelas y ahora mis hijos trabajan en el taller. Las fibras naturales tienen una función implícita: no dañan el medio ambiente y al mismo tiempo se transforman en cosas bonitas. Esta es la tradición de toda la familia y de todo un pueblo. Tengo 62 años y desde que aprendí a hacer mi primer costal me convertí en artesana. Esta ha sido la fuente de empleo de mi familia y lo seguirá siendo.”

Así como ella, otras mujeres en el extremo opuesto del país mantienen en pie tradiciones que con ayuda de las redes sociales han logrado darse a conocer. Gloria Epieyú es del clan Epieyú de Manaure, La Guajira, y su empresa de mochilas le da trabajo a 208 mujeres indígenas. Aprendió a tejer desde pequeña en su ranchería y hoy ella y su hija, una estudiante de diseño de modas, se imaginan las colecciones de cada temporada. 

“Esto es ancestral, desde pequeña aprendí y desde hace 21 años tengo esta empresa. La mochila es un bolso que puede reemplazar las bolsas plásticas. Es un producto que es moda, pero también utilitario porque tiene muchos usos. Aquí trabajamos en red con siete sectores de Manaure y la producción se hace en cada comunidad con las mujeres que de una y otra manera van tejiendo sus historias”.

El sociólogo Richard Sennett dice que en el lenguaje cotidiano lo “mecánico” equivale a lo estático y repetitivo, pero en cambio, en lo artesanal se requiere de la repetición, del ritual del volver a intentarlo para ir transformando el objeto personal en un símbolo político: hacer, rehacer y volver a hacer para integrar el aprendizaje y poder crear con libertad. 

Yecid Robayo es un tolimense que desde los 17 años talla objetos en madera. En su taller no fabrica series grandes, sino piezas únicas con madera reutilizada, como árboles ancianos que se caen o vigas que van a ir a la basura. Fue docente durante 22 años de la Escuela de Artes y Oficios Santo Domingo, y ha enseñado a jóvenes en la Universidad de los Andes y Jorge Tadeo Lozano.  

“Nosotros no vivimos del oficio, sino para el oficio, vamos haciendo y guardando sin importar cuándo se venda. Hago piezas que logren transmitir la expresión propia de cada madera. Esto es un hacer en el que nos toca aprender a comulgar con el material e ir haciendo para acumular trabajo sin el afán de vender, aunque al final todos queremos eso. La artesanía hoy día también implica aguantar en el mercado. Ahora hay pocos aprendices porque la tecnología ha llevado a los jóvenes a tener más interés en hacer TikTok o pasar el tiempo viendo las redes sociales. Yo vengo de una familia artesana de dos generaciones y poco a poco vamos cultivando el oficio en los sobrinos”.

Así como Robayo, hay veteranas en el oficio como Blanca Libia Chaparro, quien hace 50 años se dedica a las aplicaciones de tela sobre tela, una técnica que consiste en cortar retazos para conformar paisajes y escenas que le han servido a miles de mujeres en Colombia para traducir sus experiencias en almohadas, colchas y vestidos. Blanca trabaja todos los días, unos más que otros, como ella misma dice, en su taller-hogar en el barrio Suba de Bogotá, donde produce ropa infantil y las prendas no superan los sesenta mil pesos. Cada año se prepara para ir a la feria Expoartesanías, su única vitrina de venta durante el año porque el resto trabaja a puerta cerrada, como la mayoría de talleres artesanos que comparten el lugar de trabajo con la vivienda. 

“Empecé a trabajar en esto en 1974 por invitación de la gerente de Artesanías de Colombia, Graciela Samper. Nos reunió a un grupo de mujeres de los llamados “barrios marginados”, para aprender a hacer algo sin tener que salir de la casa y que nos diera una entrada económica. Muchas habían sido desplazadas por la violencia, entonces plasmaban sus gallinas, sus vacas y sus fincas en los apliques como una forma de recordar su casa y sus vivencias en los pueblos. Llegamos a ser 120 artesanas en Bogotá y en ese tiempo vendíamos mucho. Ahora ya no. Todo esto es cosido a mano y es mucho el trabajo que hay que hacer para la remuneración que se recibe, por eso, las muchachas jóvenes ya no quieren aprender. Creo que es esto algo que va a desaparecer, pero lo seguimos haciendo porque es lindo: uno tiene una idea, recorta los colores y plasma lo que quiere”.

Para muchos, la prioridad no es crecer a dimensiones gigantes, sino mantenerse en la escala doméstica, la casa y el taller, y así conservar ciertas tradiciones que se aprenden uno a uno. Desde su quehacer diario, ellas y ellos reflexionan en una temporada del año donde regalar objetos también puede ser una manera de construir significado. 

FUENTE: VOLCÁNICAS


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