mayo 13, 2025
Una democracia insegura para las mujeres es una democracia incompleta

Este es un espacio de debate que no compromete la opinión de La Silla Vacía ni de sus aliados.
Esta columna fue escrita por la columnista invitada Karolina Gilas.
En América Latina las mujeres han conquistado el derecho a ser electas. Lo que no han conquistado todavía es el derecho a ejercer el poder sin miedo. La violencia política en razón de género se ha convertido en una amenaza cada vez más visible para la calidad democrática en la región. No se trata de casos aislados ni de excesos de temporada electoral: es un fenómeno estructural que erosiona la representación, restringe derechos y perpetúa la desigualdad. Es una forma de exclusión política que no desaparece con la paridad numérica, sino que a menudo se intensifica conforme las mujeres acceden a cargos de mayor visibilidad y poder.
En México —uno de los países pioneros en reconocer legalmente la violencia política de género y avanzar hacia la paridad— más de quinientas denuncias por violencia política de género se han registrado durante el último proceso electoral, y más de treinta mujeres han sido asesinadas, entre precandidatas, candidatas e integrantes de equipos de campaña. Estos datos no son excepción, sino parte de una tendencia más amplia.
En Bolivia, el Observatorio de Paridad reporta agresiones sistemáticas contra concejalas y alcaldesas desde hace más de una década. En Colombia, se han emitido alertas por el aumento de ataques a mujeres candidatas durante los comicios locales de 2023. En Perú, Ecuador y Guatemala, organizaciones civiles han denunciado que las mujeres enfrentan hostilidad creciente en el espacio público cuando ejercen funciones políticas.
Una violencia que adopta muchas formas
Esa violencia adopta formas diversas, desde la difamación y el acoso digital hasta amenazas, sabotajes y asesinatos. Pero, muchas veces opera de manera más sutil: exclusión de espacios de decisión, deslegitimación sistemática de propuestas, marginación simbólica o institucional. No siempre deja marcas visibles, pero siempre mina la capacidad de las mujeres para ejercer su mandato y deteriora las condiciones de la representación democrática.
Uno de los grandes equívocos en torno a la violencia política de género es suponer que se trata de un daño colateral, un fenómeno inevitable derivado del ingreso de las mujeres a una arena históricamente masculina, un costo de hacer la política. No es así. La violencia no surge como un subproducto de la participación femenina, sino como una estrategia de control y exclusión.
Esta violencia funciona como una herramienta de disciplinamiento que busca desalentar a las mujeres, especialmente a aquellas que desafían el orden establecido: mujeres jóvenes, indígenas, afrodescendientes, disidentes sexuales o provenientes de organizaciones sociales. La violencia política de género se dirige en contra el avance de las mujeres en la política. No es un fenómeno natural ni espontáneo, sino profundamente político. Es una reacción frente a la redistribución del poder.
Además, esta violencia tiene un efecto multiplicador. Envía un mensaje claro no solo a las agredidas, sino a todas las mujeres: la política no es para ustedes. Es una forma de exclusión anticipada. Incluso cuando no se concreta en ataques individuales, el solo hecho de saber que la violencia es posible, tolerada o impune, puede disuadir a muchas mujeres de participar, postularse o alzar la voz. El miedo se vuelve un factor de decisión. Y cuando el miedo regula quién entra a la política, la democracia deja de ser universal. La representación pierde pluralidad, se reproduce la desigualdad, y la legitimidad de los procesos se resiente.
Una respuesta institucional que no alcanza
En muchos países de la región se han creado leyes, protocolos y mecanismos institucionales para prevenir y sancionar la violencia política de género. Existen fiscalías especializadas, registros de personas sancionadas, campañas de sensibilización. Sin embargo, estos esfuerzos, aunque valiosos, son todavía insuficientes.
En buena medida, la respuesta institucional ha sido reactiva y fragmentada. Las denuncias prosperan poco. Los procesos suelen ser lentos, revictimizantes o usados como herramienta de disputa partidaria. La impunidad es alta, y los casos más graves —incluidos los asesinatos— rara vez terminan en una sentencia firme. En el mejor de los casos, se logran sanciones administrativas, pero el costo político de denunciar sigue siendo alto para las víctimas, que muchas veces enfrentan represalias o aislamiento. A esto se suma la falta de capacidades reales en muchas instituciones locales, especialmente en zonas rurales o de alta conflictividad.
La interseccionalidad ayuda a entender por qué no todas las mujeres enfrentan los mismos riesgos. Las mujeres indígenas, afrodescendientes, trans o migrantes están en situaciones de mayor vulnerabilidad y con menor acceso a canales institucionales de protección. Sus denuncias son menos visibles, sus agresores más difíciles de identificar o sancionar, y sus trayectorias políticas suelen estar atravesadas por múltiples formas de discriminación.
La violencia política en razón de género no es homogénea, sino que se adapta a los contextos y refuerza desigualdades preexistentes. Por eso, combatirla requiere una mirada integral, que incluya perspectiva de género, enfoque intercultural y análisis territorial.
Una democracia empobrecida
El impacto de esta violencia va más allá de las personas directamente agredidas. La política se convierte en un espacio hostil, en el que el ejercicio del poder se vuelve peligroso para ciertas identidades. La ciudadanía pierde voces diversas y legítimas, y se consolida una representación empobrecida, con menos capacidad de responder a las necesidades sociales.
La democracia, entonces, no solo se ve amenazada por la falta de elecciones limpias, sino también por las condiciones en las que se ejerce el poder. No se trata únicamente de garantizar el acceso a los cargos, sino de asegurar el derecho a gobernar, a deliberar, a disentir y a decidir sin miedo.
La teoría democrática clásica ha prestado poca atención a estas formas de exclusión. Se ha centrado en las reglas del juego, en la igualdad formal, en la competencia y la rendición de cuentas. Pero, ha ignorado cómo las condiciones materiales, simbólicas e institucionales limitan el ejercicio efectivo de derechos para ciertos grupos.
La violencia política de género nos obliga a repensar el concepto mismo de representación. No basta con que las mujeres estén presentes en los espacios de poder. La representación solo es real si esas mujeres pueden hablar, proponer, incidir y gobernar sin enfrentar obstáculos sistemáticos por razón de género. Y eso, hoy, no está garantizado en América Latina.
Combatir la violencia política de género exige reformas legales más robustas, instituciones más eficaces, sanciones más disuasorias y sistemas de protección más amplios. Pero también requiere un cambio cultural profundo. La violencia no empieza con un golpe ni con una bala, sino con una burla, una humillación o una exclusión. Empieza cuando se niega el derecho a ser escuchada, a ser tomada en serio, a equivocarse sin que se cuestione toda la trayectoria. Empieza en los partidos que no apoyan a sus candidatas, en los medios que ridiculizan a las mujeres políticas, en los liderazgos que callan ante las agresiones.
La paridad ha sido un avance extraordinario, pero no es suficiente. La verdadera democracia no se mide solo en votos. También se mide en seguridad. Una democracia que no protege a las mujeres que deciden participar en la vida pública es una democracia incompleta. Si el costo de hacer política es el miedo, entonces el costo es demasiado alto. No se trata de que las mujeres tengan que ser valientes para estar en política. Se trata de que no deban serlo.
FUENTE: LAS 2 ORILLAS